miércoles, 20 de noviembre de 2024

EL ORIGEN DE LOS BESOS: O CÓMO LA SUCCIÓN EVOLUCIONÓ EN CARIÑO


Las primeras gotas de lluvia caían cuando Felipe decidió besar a Clara. Sí, un beso de esos que hacen que el corazón te dé un vuelco y el estómago se te retuerza como si hubieras comido sushi de un puesto ambulante. Pero antes de llegar a ese beso de ensueño bajo la lluvia, vamos a retroceder un poco. No demasiado, solo unos millones de años, hasta cuando nuestros antepasados apenas sabían distinguir entre un plátano y una piedra. Ahí es donde comienza la historia.

Verás, según los expertos —y no me refiero al cuñado que siempre sabe de todo en las cenas de Navidad—, los besos humanos no empezaron con corazones ni violines. No. Empezaron con un toque, digamos, un poco menos glamurosos. Resulta que los simios, nuestros queridos y peludos primos, se dedicaban a limpiar los piojos unos a otros. Y cuando llegaban al gran final, tras una sesuda búsqueda entre pelos y parásitos, sellaban el acto con una succión. Claro, no era un "muac" de amor; era más bien una forma de decir: "Mira, he encontrado algo asqueroso, pero como te quiero, me lo quedo".

Imagina la escena: un par de simios, al borde de una rama, intercambiando suciedades en lo que podría considerarse el "proto-beso". Algo así como la versión primitiva de la caja de bombones, solo que sin bombones y, definitivamente, sin caja. Y con piojos. Pero ahí estábamos, en ese momento cumbre donde una succión evolucionó en cariño.

La teoría más popular sobre el origen del beso decía que tal vez venía de nuestras madres, esas campeonas de la supervivencia que premasticaban la comida para alimentar a sus crías. Pero no, amigos, esa explicación es demasiado linda y maternal. La verdad es que a nuestros tatarabuelos les gustaba más el aseo mutuo; era algo práctico, relajante y de paso te asegurabas de no tener bichos molestos. Todo en uno, como una app moderna que resuelve todo menos lo importante.

Y así, a fuerza de costumbre y con el paso del tiempo, esa succión en el aseo pasó a ser algo más... simbólico. Ya no se trataba de limpiar la piel muerta del otro o recoger piojos cual recolector de setas en otoño, sino de expresar afecto. Y, sin darnos cuenta, llegamos a esa cosa extraña que hoy llamamos "beso". Claro, los besos evolucionaron hasta tener connotaciones sociales complejas: afecto, deseo, compromiso, o, en el caso de los tíos lejanos en bodas familiares, simple protocolo social.

Felipe, de pie bajo la lluvia, lo ignoraba todo sobre simios y parásitos, pero había algo primitivo que lo impulsaba. Clara también sentía esa chispa, aunque en su caso, el impulso era más que nada por el abrigo empapado de Felipe que empezaba a pesar el doble.

—Dame un beso —dijo él, con una mezcla de romanticismo y desesperación.

—¿Qué clase de beso? —respondía ella, medio en broma, medio en serio—. ¿El beso para limpiar piojos o el beso para prometerme la luna?

Felipe se quedó en blanco por un segundo, pensando que su movimiento bajo la lluvia había sido en vano. Luego, rió. Porque, al fin y al cabo, todos descendemos de esos simios juguetones, y quizás la succión y el cariño no eran tan diferentes como parecían.

Clara se inclinó y lo besó en los labios, suave pero firme, como si sellara un pacto entre los restos de una tarde lluviosa. Y si uno se detuviera a escuchar atentamente, quizás, sólo quizás, podría haber oído el susurro evolutivo de un simio en alguna parte, diciendo: "Ah, qué bonito, pero, ¿dónde están los piojos?".

«La alegría es pena que se disimula; sobre la tierra no hay más que dolores» (Selma Lagerlöf, nacida para ser la primera mujer que ganó el premio Nobel de Literatura; se lo dieron en 1909 a pesar de ser una pesimista recalcitrante)

Y que cumplas muchos más de los 77 de hoy y, tranquilo, nadie superará tu solo de guitarra (eléctrica).


Y aquí la versión completa de una de mis canciones preferidas y que supongo he puesto más de una vez por aquí.


Hotel California

La carretera sinuosa es perdia entre les ombres d'una tarda d'estiu que ja s'acabava. En Marc, esgotat del viatge interminable, va veure una llum groguenca que semblava una promesa de descans. "Benvingut a l'Hotel California", deia un cartell rovellat al costat d'un jardí de palmeres desordenades.

La recepcionista, amb un somriure que no es reflectia als ulls, el va guiar fins a una habitació decorada amb quadres d'un passat oblidat. En Marc va deixar la maleta a terra i va sentir el ressò d'una música llunyana, com un murmuri de veus atrapades en una dansa perpètua.

Va decidir explorar els passadissos, que semblaven multiplicar-se amb cada gir, atrapant-lo en un laberint sense sortida. Va veure una porta entreoberta, d’on emanava una llum tèbia i rialles somortes. Va empènyer la porta, però només va trobar mirades buides i copes plenes de records que mai havia viscut.

En Marc va entendre que no marxaria. Que aquell hotel no tenia sortida, ni portes que conduïssin a cap carretera. "Pots entrar-hi quan vulguis", va murmurar una veu al seu darrere, "però mai podràs marxar de debò".

I així, en Marc es va quedar, un altre hoste més, en una nit que semblava no acabar mai.

 

 

 

 

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