sábado, 31 de mayo de 2025

 EL PARACETAMOL DE LOS JUEVES


A las ocho en punto de la tarde, como cada jueves desde hacía diecisiete semanas, Olga se sentaba frente al espejo de aumento, tragaba un paracetamol de 1g sin agua, y se convencía de que ya no lo echaba de menos.

Era un ritual pulcro, casi litúrgico. Primero la pastilla —"acetaminofén", diría un médico con ínfulas—, luego el recordatorio en la agenda digital: Jueves: Olvidar a Julián (no mover). A continuación, aplicaba colorete en los pómulos como si se tratara de cubrir una inflamación, y se sonreía con esa mueca que sólo practican quienes se creen por encima del sufrimiento, aunque por dentro sigan vibrando con la misma frecuencia que la alarma de un microondas.

Su terapeuta lo había dicho claramente: “El cuerpo recuerda, aunque el cerebro borre”. Pero Olga había leído en Science que el dolor emocional compartía ruta con el físico —ínsula anterior, corteza cingulada, cosas de neurociencia— y había decidido adelantarse a sus propias sinapsis.

—Si el desamor duele como un esguince, lo trato como un esguince —le explicó un día a su vecina del tercero, que se la encontró llorando en bata junto al buzón.

No era adicción, se decía. Era estrategia. El paracetamol no le curaba la pena, pero amortiguaba los sobresaltos de su estómago cuando Julián aparecía en una foto del pasado, abrazado a su guitarra o a la otra —que tampoco ayudaba que se llamara Alba y tocara el chelo como si desollara a Bach con una pluma de ganso.

Cada jueves, tras el analgésico, Olga llamaba a su madre, que siempre hablaba del clima como si fuera un tema terapéutico. Luego escribía un poema sin destinatario, como quien lanza mensajes en una botella desde el lavabo, y se permitía una cucharada de dulce de membrillo, que según National Geographic, ayuda a estabilizar la microbiota intestinal en contextos de ruptura amorosa. Bueno, eso lo había deducido ella. Pero le sonaba creíble.

Lo que Olga no sabía es que Julián, el maldito Julián, también tomaba paracetamol todos los jueves. Pero a las ocho y cuarto.

Él lo llamaba "la dosis contra el eco", y se la tomaba justo después de pasar por delante del bar donde, dos vidas atrás, habían pedido una crema catalana y terminado besándose en el baño sin pestillo. A veces pensaba que debía estar curado, porque ya no le dolía al respirar. Sólo al tragar saliva.

Un jueves en particular, el farmacéutico de Olga, un joven que recitaba prospectos como si fueran sonetos de Lope, cometió el error de entregarle ibuprofeno. Ella lo tomó sin mirar. A las ocho y cinco, sintió una leve euforia que confundió con iluminación emocional. Llamó a su madre, no contestó. Escribió un poema con destinatario. Y a las ocho y catorce bajó al bar.

Allí, Julián estaba pidiendo una infusión con miel.

—¿Tú también...?

—...los jueves, sí.

Se miraron como quien reconoce un lunar que no recordaba. No hubo reproches, ni nostalgia barata, ni frases estilo Paulo Coelho. Sólo una risa breve, como un estornudo emocional.

—¿Paracetamol o ibuprofeno?

—Ibuprofeno. Me dieron el cambio equivocado.

—A mí me bajó la fiebre a las ocho y veinte.

No volvieron a verse. Pero desde entonces, los jueves, Olga toma vitamina C. Y Julián, melatonina. Nunca al mismo tiempo.

«Cataluña será lo que quieran los catalanes, pero también lo que quieran los otros catalanes» (Francesc Candel, nacido el 31 de mayo de 1925 por lo que se deduce que, hoy, es el centenario de su nacimiento. Él no lo celebrará. Lo que si dejó para la posteridad es su obra “Los otros catalanes” con los que aún no nos hemos puesto de acuerdo)

Hubiese cumplido 77 años pero a los 32 su cuerpo dijo basta: había bailado mucho al son de la droga. 

Amor de coltell i metrònom

Em vas estimar com es trenca una corda de guitarra: amb ràbia, sense avís, esquerdant la fusta.

Els teus dits —que mai no van saber tocar res amb suavitat— m’exploraven com si jo fos una cançó sense partitura. Em vas prometre un amor etern just abans del solo, però tot es va fer feedback i soroll.

Ara, cada cop que sona el “Whole Lotta Love”, el meu cos recorda el teu ritme: salvatge, imprecís, inoblidable. I ballo. No per tu. Sinó perquè no puc deixar de fer-ho.

Com un riff que mai acaba de morir.


 

viernes, 30 de mayo de 2025

CENIZAS DEL MISMO FUEGO


En Gaza no amanece: simplemente deja de ser noche.

El polvo, las piedras rotas y los cuerpos sin edad sustituyen al canto del gallo. No hay más calendario que el de las ausencias, ni más geografía que la línea del disparo.

A veces me siento como un espejo enterrado entre ruinas.

Veo pasar hombres sin mirada, niños con las costillas talladas a fuego lento, madres que ya no rezan porque Dios dejó de contestarles en 1948. Aquí, los muertos no yacen: esperan.

Vi a una mujer escarbar con las uñas una colina de cascotes donde antes hubo una escuela.

—Tal vez esté viva —murmuró sin convicción.

No supe si hablaba de su hija o de ella misma.

En esta tierra de promesas quebradas, incluso las palabras se suicidan. “Democracia”, “defensa”, “seguridad”, “legítima”… suenan tan huecas como el cráneo de un casco sin dueño.

Y sin embargo, cada vocablo tiene un eco: el del otro genocidio, el anterior, el imborrable.

¿Puede el fuego olvidar que una vez fue ceniza?

Dicen que el pueblo que fue polvo bajo las botas del odio juró no repetir la historia. Pero el polvo es una forma de eternidad, y a veces la memoria, si no se ventila, se pudre.

Los muros se alzan siempre para encerrar al miedo, nunca para proteger la dignidad. Y Gaza es un muro que se derrumba hacia adentro.

Hoy, mientras los drones zumbaban como mosquitos de acero, un anciano me preguntó:

—¿Dónde están los hombres justos?

No supe si hablaba del Talmud o del Corán. Pero bajé la cabeza, como si hubiera entendido.

Aquí el mar no es horizonte. Es frontera.

El cielo no es promesa. Es amenaza.

Y el suelo, ese que en otros lugares se pisa, aquí se implora.

Yo no tengo nombre. O quizá tengo muchos.

Fui David y soy Goliat.

Fui niño de gueto y ahora soy niño de escombro.

Fui símbolo y ahora soy silencio.

No lloro por un lado ni por el otro.

Lloro porque el odio tiene buena memoria, pero ningún espejo.

Lloro porque las víctimas de ayer usan uniforme.

Y los niños de hoy no sabrán nunca quién disparó primero.

Un día, quizás, alguien preguntará qué fue Gaza.

Y no sabrán responder si fue campo de exterminio o campo de batalla. 

Solo quedará un eco: el de una humanidad que supo cómo doler… pero no cómo recordar sin matar.

«La pasión por la destrucción es también una pasión creadora.» (Mijaíl Bakunin, nacido el 30 de mayo de 1814. No hay que malinterpretar la frase del llamado “teórico del anarquismo”. Lo que quiso decir es que hay que destruir para construir de nuevo mas y mejor. Por ejemplo: para que crezca el pelo fuerte y sano hay que cortarlo cada mes y medio o cada mes)

Hoy hubiese cumplido 67 años pero sólo llegó a los 61... y ahora no sabemos con quién lavar los platos.


Rentar els plats amb tu

Ara que no hi ets, l’aigua cau sense música.
El sabó fa escuma però no conversa.
El teu got, el de sempre, encara al tercer prestatge.
La finestra continua oberta, però només entra aire.

Espio el carrer com si fos una pel·lícula muda.
Faig veure que estic bé, que he après a posar rentadores,
a no creure en els missatges a deshora,
a no esperar que soni el telèfon quan cau la tarda.

Però em passo el temps pensant en com passava el temps
quan encara em rentaves l’esquena sense demanar permís.