martes, 17 de junio de 2025

 HASTA QUE DEJE DE DOLER

 

Te acostumbraste a que no viniera. 
A que contestara con monosílabos, con retraso, con excusas. 
A que solo te buscara cuando tenía hambre de cuerpo. De tu cuerpo.

Le esperaste tantas veces que te volviste parte del mobiliario. Una lámpara de pie, una mesita sin cajones, una planta sin riego.

Él decía que no quería ataduras. Que era transparente. Que lo sabías desde el principio. 

Y tú asentías. Porque sí, lo sabías. Pero también sabías —o querías creer— que a veces la gente cambia.

Que una caricia puede ser el prólogo de algo. Que un polvo puede venir con postdata.

Y cuando no venía, decías que no pasaba nada. 
Que tú también tenías tu vida. 
Que no eras una de esas personas que necesitan mensajes cada mañana. 
Que lo vuestro era libertad.
Aunque tu estómago hiciera nudos cuando veías que estaba en línea y no era contigo.

Tus amigas decían lo evidente, claro. 
Que te estaba usando. 
Que merecías algo mejor. 
Que cerraras esa puerta de una vez. 

Y tú las escuchabas mientras escarbabas en los mensajes antiguos buscando una frase salvavidas, una coma con futuro, un “quizás” disfrazado de emoji.

Pero no eras idiota. 
Solo estabas enganchada a una promesa que nunca se formuló. 
A la versión de él que solo existía en tu cabeza. 
A la posibilidad de que un día se despertara y dijera: “Ahora sí. Quiero quedarme”.

Lo que no sabías era que, en el fondo, te habías hecho adicta a esa espera. 
Porque la espera, aunque dolía, era familiar. 
Porque te recordaba a cuando tenías que ganarte el afecto, de niña. 
Porque el silencio de él se parecía al de alguien que no supo quererte bien. 
Y, sobre todo, porque si lo dejabas ir, se acababa la esperanza. 
Y eso dolía más que su ausencia.

Hasta que un día, sin aviso, lo bloqueaste. 
No como venganza. Ni siquiera con rabia. 
Simplemente... te cansaste.

Y entonces empezó lo más difícil: 
No buscarlo en cada canción. 
No interpretar los sueños. 
No escribirle mentalmente lo que nunca le enviarías.

Te dolía. Pero también dolía quedarse. 
Y elegiste el dolor que tiene fecha de caducidad. 
Ese que avisa, pero no se instala. 
Ese que, con suerte, un día deja de doler.

«El caciquismo es la enfermedad crónica de nuestra vida pública» (Esta frase la dijo Ricardo Macías Picavea entre el 17 de junio de 1847 y el 11 de mayo de 1899; frase válida hoy día sobre la culpa del sistema clientelar que corrompe la democracia)

Le iba que ni pintada esta canción al relato. Fue un año; sólo un año de amor, pero será eterno, 

Un any més vells

—T’has adonat que ja no em mires com abans?

—T’has adonat que ja no cal?

Els dijous al vespre, encara posa el disc. Ella fa veure que no l’escolta, però para l’orella quan sona aquell “pienso que lo mejor será olvidarte”. Llavors ell, d’esquena, apuja el volum i treu la camisa com qui despenja un record.

La cuina, com sempre, fa olor de llorer i cansament. Al menjador, la taula parada per dos. Al sofà, dues absències assentades.

No és que s’hagin deixat d’estimar. És que ja no saben per què van començar.

 


 

 

lunes, 16 de junio de 2025

DONDE EL DINERO HABLA, LA VERDAD CALLA


En San Vano, la justicia tenía nombre, apellidos y un acento madrileño que se notaba más cuanto más hablaba de "transparencia". El señor corregidor —don Crispín de los Montes de Nada— había sido enviado por la capital para poner orden. Lo que nadie dijo es que lo había enviado su cuñado, harto de que le quitara el coñac en cada reunión familiar.

El escándalo empezó con un cadáver colgado de un olivo. Era Pablito, el hijo del molinero. Pero colgado así, bajito, con los pies casi tocando el suelo. Vamos, como si se estuviera despidiendo de la vida con desgana.

La madre gritaba: “¡Justicia!”. El pueblo asentía, porque eso es gratis. Pero todos sabían que Pablito no se había suicidado, ni tropezado con una soga, ni confundido un columpio con una horca. Había visto algo. Algo sucio. No barro, sino otro tipo de suciedad: de la que brilla.

Lo que vio Pablito fue a don Félix —el hidalgo de bastón elegante y conciencia desahuciada— cargando sacos por la noche. No trigo, sino mantas, objetos robados del hospital de apestados. Porque si algo caracteriza a un buen noble, es su capacidad para hacer beneficencia… con lo ajeno.

Entonces vino el gran gesto democrático: el pregón.

—¡Quien aporte información verdadera sobre el crimen de Pablito recibirá cinco ducados! —anunció el tamborilero, que venía ensayando la entonación desde la tarde anterior con una jarra de vino.

El pueblo escuchó. Y calló. No por miedo, sino por cálculo. A ver: ¿cinco ducados por decir la verdad? ¿Y si el señor corregidor se hacía el sordo, como siempre? ¿Y si uno terminaba en la lista de “elementos desestabilizadores”? Mejor no.

El boticario miró al suelo. El maestro, al cielo. El campanero, al campanario, por si le sonaba algo. Pero nadie dijo una palabra.

Solo el tamborilero volvió a hablar:

—¡La justicia será ciega, pero no sorda!

Y en eso tenía razón. Porque sorda no era. Solo estaba ocupada contando monedas.

El corregidor archivó el caso bajo el lema “muerte por tristeza rural”. Don Félix hizo una donación generosa al convento (con las mismas mantas, eso sí). Y el tamborilero se compró un tambor nuevo: más ruidoso, más solemne… y con espacio dentro para esconder otros cinco ducados.

Desde entonces, en San Vano, cuando el dinero hablaba, todos los demás ensayaban el silencio.

Incluso el eco pedía permiso antes de repetir nada.

El título del relato de hoy es una frase de un tal Giovanni Bocaccio nacido el 16 de junio del 1313 y que hoy viene a huevo; podéis cambiar los nombres, los cargos y hasta el pueblo; trasladar la acción al 16 de junio de 2025 es decir, 712 años después y os daréis cuenta de que, como decía la canción, la vida sigue igual.

James Honeyman-Scott, el señor que aparece en el vídeo dándole ritmo a la guitarra eléctrica, estaba tan enamorado de la heroína que se lo llevó con 26 años; por uno no llegó al exclusivo club de los "27". Los éxitos de su grupo llegaron después de él, sobre todo el que pongo como "bonus track".

L’última volta a la pista"

Louie sempre ballava amb els ulls tancats. Ningú sabia si era per por o per plaer, però quan sonava aquella cançó, la pista era seva. Avui, però, no ha vingut ningú. Ni la Berta, ni els cambrers, ni el punxadiscos que es creia poeta. Només ell, els llums parpellejant i una cervesa calenta.

—Louie, Louie… —remuga la veu metàl·lica dels altaveus.

Ell aixeca els braços, gira sobre si mateix i crida, com si el món l’estigués esperant darrere la porta del lavabo.

No ho estava.

Però tant li feia. Era la seva última cançó.

 

El bonus track: