lunes, 14 de julio de 2025

 EL MURMULLO QUE NO SABE DE CENIZAS

Nadie oyó el primer latido del agua. Fue un rumor tímido, casi un suspiro distraído en medio del bosque, donde el musgo se amarra a las piedras con la obstinación de un amante olvidado. La cascada empezó como un pensamiento tímido, una frase sin terminar que se cuela en la mente justo antes de dormir.

Un viajero —anónimo, con los bolsillos llenos de cartas que nunca enviaría— se detuvo frente al chorro espeso y cantor. Sintió cómo el agua se deshacía en gotas menudas, blancas, obstinadas, cada una escribiendo una sílaba en el aire. Allí comprendió que el desánimo, con su cerco viscoso y su aliento agrio, no soporta el lenguaje líquido del agua.

La cascada no gritaba ni se desesperaba. Cantaba. Una melodía sin partitura, capaz de ablandar el metal de las dudas y lavar el polvo agrio de las derrotas. Ninguna ceniza se anticipaba allí, porque nada estaba escrito, y el agua, igual que la libertad, no sabe obedecer.

El viajero recordaba a Pessoa, que decía que "vivir no es necesario, lo que es necesario es crear". Recordó también a Woolf, quien creía que cada gota de agua podía contener un universo. Y ahí, en la bruma húmeda que le acariciaba el rostro, se sintió diminuto y, al mismo tiempo, irrepetible.

Porque en cada corriente se mezclaban despedidas y promesas, derrotas íntimas y victorias apenas intuidas. El agua insistía. Se lanzaba al vacío sin esperar aplausos ni contratos, sin firmar compromisos con el miedo. Era un salto permanente, un verso vivo que se negaba a envejecer.

Un pájaro, desde una rama alta, observaba el ritual. Quizás adivinaba que ese viajero jamás volvería a ser el mismo. O quizás solo le interesaban los insectos que bailaban entre los remolinos.

El viajero respiró hondo. Sus pulmones se llenaron de ese canto líquido, y por un instante sintió la calma tibia de quien sabe que no hay cadenas más fuertes que las que uno mismo imagina.

El agua seguía cayendo, ajena al mundo de relojes y notificaciones. Un niño podría haber pasado corriendo, una anciana podría haber dejado una flor a sus pies. La cascada no habría cambiado su curso: su misión era resistir sin darse importancia, cantar sin esperar coros.

El viajero bajó la vista. No dejó nota ni dibujo, solo una huella que el agua borraría antes de que alguien pudiera nombrarla.

Y entonces, como quien cierra un libro sin leer la última página, se alejó.

La cascada siguió cantando.

«Hay paisajes que no se describen, se viven; y solo después se recuerdan en silencio» (Emilio Cecchi, nacido el 14 de julio de 1884 para tener una vida contemplativa y silenciosa. Bueno, la verdad es que no lo sé. Lo que sí sé es que la foto que ilustra el relato –hecha 50% con IA y el otro 50% no- es difícil describir el 50% que es real y solo cabe contemplarlo ¿adivináis cuál?)

Hubiese cumplido hoy 79 años pero se plantó en los 77 aunque, la verdad, fue "retirado" de la vida cuando tenía 38 años: asesinó a su madre a martillazos. Todos pensaron que era por su adicción al alcohol, pero en realidad era un enfermo mental. Esquizofrenia se llama a lo que tenía. Murió en la cárcel después de pasar en ella la mitad de su vida. 

Lladrucs de mitjanit

Em va cridar amb veu de guitarra, com un udol trist que rebota per les parets d’una habitació buida.

Jo dormia despert, enganxat a records que olien a suor i whisky barat.

Layla, deia, i el món s’aturava: les sabates a mig cordar, el cor picant com un puny sobre la taula.

Vaig voler fugir, però la melodia m’enganxava els turmells. Ballava amb ella sota la pluja d’una ciutat que no recordo, mullat d’esperança i de pèrdua.

Quan va marxar, vaig entendre que estimar era això: una ferida que sona a blues i no es tanca mai.

 


 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario