EL AMOR YA NO ESTÁ EN EL AIRE
La primera vez que se descargó una app de citas lo hizo con la misma torpeza con la que, de joven, pedía fuego a desconocidas. Había algo casi religioso en la liturgia: foto de perfil con sonrisa que no usaba desde hacía años, biografía con dos líneas que no lo delataran —“me gusta caminar, leer, cocinar”— y una lista de intereses que el algoritmo transformaría en promesas. Él, en cambio, solo buscaba esa cosa antigua que no sabía nombrar sin ponerse cursi: un gesto de complicidad, un silencio compartido que no inquietara.
Por la ventana entraba la tarde como un gato que se hace de la casa: con la soberbia de quien no pide permiso. La ciudad olía a pan tostado y a lluvia reciente; abajo, los toldos guardaban gotas como perlas pobres. Él deslizó hacia la derecha. Luego hacia la izquierda. El pulgar había aprendido el camino sin avisarle al resto del cuerpo. Las fotos eran impecables: pieles sin poros, sonrisas sin duda, viajes sin cansancio. A veces tenía la impresión de estar visitando un museo de vitrinas perfectas donde nadie respiraba.
—El amor ya no está en el aire —pensó—. Está en un servidor con aire acondicionado.
Se rió solo, con esa risa que no hace ruido y deja un eco en el pecho. Apagó el volumen: las notificaciones sonaban a fiesta a la que nunca pensó ir. Se preparó un té para hacerse compañía y el vapor le empañó las gafas. En la pantalla, una coincidencia nueva: “Tú y Marta tenéis afinidad alta en paseos largos.” La aplicación lo celebraba con confeti digital. Él, por si acaso, cambió de pestaña, como quien mira por encima del hombro antes de cruzar una calle que conoce de memoria.
Quedaron en verse en un parque. Hablaron del clima —qué otra cosa— y de un libro que, por fortuna, ambos odiaban. Ella le contó que había desinstalado la app dos veces, y que las dos la había recuperado por aburrimiento. Él asintió con esa sinceridad que solo visitaba su rostro cuando nadie lo miraba.
—¿Y si, por un día, hacemos el experimento de no contarnos el currículum? —propuso Marta, a medias en broma.
—¿Tipo “éramos dos extraños que se encontraron en una cola del pan”? —dijo él.
Se sentaron en un banco que aún conservaba el frío de la mañana. La luz atravesaba las hojas y dejaba sombras de peces en el suelo. Él percibió el olor a colonia de ella, limpio, como si acabara de salir de una piscina invisible. La escuchó hablar de un hermano que vivía lejos, del ruido que hacía su nevera por las noches, de una planta que se negaba a morir. Aquello, tan simple, lo conmovió más que cualquier frase brillante. Cuando se despidieron, prometieron “ya nos escribimos”. Sonó honesto. También sonó frágil.
Volvió a casa con el sabor del té todavía pegado a la lengua. La app le pidió calificar la cita con estrellitas. Dudó. ¿Cómo se mide el temblor de una duda, el lugar preciso donde una risa se vuelve íntima, la forma en que dos personas respiran al mismo ritmo unos segundos? Cerró la encuesta. La pantalla se apagó como un telón prudente.
Los días siguientes, la conversación con Marta se volvió una cuerda floja donde los dos hacían equilibrios: gifs prudentes, chistes que evitaban el dolor, confesiones medidas en microgramos. Él odiaba esa nueva retórica que confundía la espontaneidad con una estrategia de ventas. Y, sin embargo, se descubrió esperando su “buenos días” escrito sin mayúsculas. Lo esperaba como antes esperaba una carta, sabiendo que la lentitud, a veces, es una forma de honestidad.
Una noche, mientras el vecindario guardaba la vajilla y las teles tiznaban las paredes, él decidió no responder al instante. Se quedó mirando el teléfono como si fuese una pecera. Recordó un baile en una fiesta vieja: la música sonaba mal, los dos pisaban y se pedían perdón, y el corazón, por un momento, latía fuera del compás y eso también era bailar. Aquello no se podía reinstalar.
Salió a la terraza. El aire estaba fresco y traía un rumor de conversaciones en bares. Pensó en bajar, poner el móvil en modo avión y probar suerte con la forma más obsoleta de todas: levantar la mirada. Pero la idea le cayó encima con el peso de una anécdota arqueológica. En la acera de enfrente, una pareja discutía en susurros. Se entendían a medias y, aun así, seguían ahí, peleando con la torpeza del cariño. No había iconos que amortiguaran las palabras. Sintió una envidia que no le dolía, sino que picaba suavemente, como la lana en la nuca.
El teléfono vibró. Era Marta: “¿Te apetece quedar mañana? Esta vez sin la app, sin mapas, sin evaluar nada.” Después, otro mensaje: “Si no contestas ahora, lo entenderé. A mí también me da miedo. Te dejo aquí mi número. Llama cuando quieras”.
Él tecleó “sí” y borró la palabra. Probó con “claro”, “me encantaría”, “qué bien”. Nada sonaba a su voz. Abrió una nota y escribió, solo para sí: “No quiero ser eficiente con el amor”. Cerró la nota. Guardó el móvil en el bolsillo como se guarda una piedra lisa que uno se ha encontrado en la playa y todavía no sabe por qué se la lleva.
En la cocina, el reloj hacía tik-tak con la paciencia de quien no tiene prisa. El agua volvió a hervir. Sirvió el té y dejó la ventana abierta. El vapor, otra vez, empañó el cristal. Con el índice, dibujó sobre el vaho una curva torpe, como una ruta improvisada. Se rió de su propia cursilería antes de que lo hiciera el mundo.
Miró el móvil sin tocarlo. En la pantalla seguían los dos mensajes de Marta, quietos, como si fueran parte del papel pintado. La ciudad, abajo, afinaba sus luces; arriba, una nube se deshacía en silencio. Él inspiró hondo, notó el calor de la taza en las palmas, escuchó el mínimo chasquido de la madera al enfriarse. Luego, con una lentitud que no obedecía a ninguna estrategia, metió el dedo en el bolsillo y sacó el teléfono.
No lo desbloqueó.
Se apoyó en el quicio y dejó que la noche se le subiera a los párpados. En algún lugar, alguien cantaba sin afinar demasiado. Había ternura en ese desajuste. Él, que siempre había llegado tarde a todo, pensó que quizá aún estaba a tiempo de aprender otra manera de decir “sí”.
La pantalla, discreta, se fue apagando hasta volverse espejo.
Y en el espejo, por un segundo, le pareció ver a un desconocido que sonreía. No supo si le caía bien. Tampoco supo si iba a llamar mañana.
El té ya no quemaba.
El modo avión, en cambio, seguía puesto.
«El amor no se piensa, se siente o no se siente.» (Esta frase la podría haber dicho yo pero no, es de Laura Esquivel, la del “Agua para chocolate”, que cumple hoy 59 años y a quién le decimos que cumpla muchos más. Por cierto yo ya estoy más en el agua aunque prefiero el chocolate… por si alguien quiere saberlo.)
Nació el año de las Olimpiadas de Barcelona, pero el 30 de setiembre. Y aún así le gusta Budapest. Debe ser por el Danubio.
Quadern perdut de Budapest
Va vendre l’anell del besavi per un bitllet barat i un mapa ratllat. A l’arribar, Budapest feia olor de pa recent i tramvia cansat. Va tocar el Danubi amb la punta dels dits, com si fos un timbre i tu obrissis la porta des de lluny.
Al mercat, una vella li va dir que l’amor pesa menys que una motxilla si saps què llençar. Ell va somriure, va treure claus, fotos, promeses, i les va donar als coloms.
Quan va sonar el telèfon, només es va sentir riu. I va ser suficient.
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