LA CLÁUSULA FINAL

La primera vez que la vio entrar en el bar, pensó que alguien había bajado la luz solo para que ella brillara mejor. Vestido negro, pegado como un secreto; piel cálida, casi dorada; un perfume a cítrico y piel limpia que se le metió por la nariz y se le instaló en la memoria.
Pidió otra cerveza solo para tener algo que hacer con las manos mientras la miraba. Ella apoyó el codo en la barra, cruzó la pierna con una calma indecente y lo cazó al vuelo.
—¿Brindamos por algo que no entendamos? —dijo ella, levantando la copa de vino.
Él se rió, demasiado alto, demasiado nervioso.
—Por lo que sea que estás pensando tú —respondió, y chocaron los vasos.
Hablaron de tonterías con la naturalidad de quien se conoce de antes: películas malas, trabajos peores, ciudades que huelen a lluvia o a gasolina. Cada vez que ella se inclinaba hacia él para decirle algo al oído, su aliento le rozaba la oreja y a él se le olvidaba cómo se respiraba. Las manos de ella eran una provocación constante: los dedos jugando con el tallo de la copa, con el pelo, con el borde del escote. Parecía que todo en su cuerpo supiera exactamente dónde mirar para perderse.
Bailaron pegados, casi sin espacio para las dudas. La música era una excusa para rozarse, para medir la temperatura de la piel del otro, para comprobar que aquello no era un sueño barato.
—Vamos a un sitio más tranquilo —se oyó decir él, sin reconocerse la voz.
Ella sonrió despacio, como quien firma un contrato que ha leído dos veces.
Salieron del bar, el aire de la calle les enfrió un poco la piel pero no las ganas. Caminaron hasta el coche, los pasos desacompasados, las manos rozándose como si todavía no se atrevieran a cogerse del todo.
Antes de que él abriera la puerta, ella se detuvo.
—Oye —dijo, mirándolo de frente—. Antes de seguir, tengo que confesarte algo.
Él notó cómo se le encogía el estómago. Esperó el típico “tengo novio”, “mañana madrugo”, cualquier cláusula de escape.
—Nací hombre —continuó ella—. Ahora soy quien ves. Si esto cambia algo, es el momento.
El silencio duró lo que tarda un semáforo en saltar de rojo a verde. Él la miró: los ojos verdes, la boca roja, la respiración agitada, la piel todavía vibrando del baile.
Pensó en todas las noches vacías, en todos los cuerpos correctos que no le habían dicho nada.
Se encogió de hombros, dio un paso hacia ella y le apartó un mechón de la cara.
—Cambia una cosa —dijo—. Que ahora me gustas aún más por decírmelo.
Ella sonrió, esta vez sin defensas.
—Entonces… —susurró.
Él abrió la puerta del coche y le sostuvo la mirada.
—Entonces —repitió—, pasemos a la cláusula final.
«El dinero vale más donde y cuando falta que donde y cuando abunda.» (A pesar de no ser economista y no haberse inventado la teoría económica en su época, Martín de Azpilicueta, nacido el 13 de diciembre de 1492 la acertó de lleno con su frase)
Y a los 78 años que cumple hoy aún sigue haciendo música y nosotr@s escuchándola. Es el de la guitarra con pelo largo y bigotes. Ahora está más cambiado.
El vagó feia olor de jaqueta mullada i de pressa barata. Jo anava amb els auriculars morts, condemnat al soroll dels altres… fins que un home gran, amb mans de mecànic, va començar a picar el ritme al passamà. Una noia li va afegir un xiulidís, tímid, com qui demana permís. Algú va riure. I, sense dir res, la ciutat va baixar el volum: les rodes van marcar el compàs, les portes van fer coros. No ens coneixíem. Però, per un minut, vam ser banda.
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