lunes, 7 de abril de 2025

 EL PROTOCOLO DE LOS DOS BESOS

 

"Aquí no damos besos, damos oportunidades", decía Roberto con esa sonrisa forzada de hombre corporativo que se ha tragado demasiados cursos de liderazgo emocional. El salón, decorado con globos baratos y pósters inspiracionales que decían "Confianza" y "Respeto", parecía más un cumpleaños infantil mal organizado que una sesión obligatoria sobre comportamiento laboral.

Yo, en mi rincón oscuro y estratégicamente alejado del jefe, intentaba mantener una cara seria mientras Roberto dramatizaba el "correcto" saludo empresarial: apretón de manos firme, tres segundos, mirada directa, sonrisa breve. Ni uno más, ni uno menos. Sentía que estaba viendo un ritual de apareamiento de pingüinos narrado por David Attenborough.

—"Nada de besitos, ¿eh, Raúl? Que ya conocemos tus antecedentes", apuntó Roberto entre risas forzadas, mirando hacia mí.

Claro, la broma recurrente. Todo porque hace dos meses alguien interpretó mal un inocente saludo con dos besos en una despedida y terminó en una queja formal, un juicio y una sentencia judicial que, afortunadamente para mí, dictaminó que el gesto no era acoso sexual. Pero desde entonces, mi reputación pendía de dos besos que ni siquiera se habían dado.

—No te preocupes, Roberto—respondí, con una falsa calma—. Te prometo que ya no saludaré con dos besos. Ahora serán tres, al más puro estilo europeo.

Roberto se tensó ligeramente. Podía ver cómo calculaba mentalmente si eso era una amenaza o solo otro de mis comentarios incómodos. Optó por la segunda opción y rió nerviosamente.

—¡Muy gracioso, Raúl! Siempre con tu humor tan peculiar.

En medio del teatro absurdo, noté a Lucía observándome desde el fondo del salón. Su rostro era neutro, pero sus ojos mostraban algo distinto, quizás curiosidad, quizás complicidad. Lucía era nueva en la empresa y, aparentemente, la única que veía lo ridículo del espectáculo.

Terminada la sesión, Roberto se acercó a ella con su riguroso protocolo: apretón firme, tres segundos exactos, sonrisa de manual. Y Lucía, sin perder su expresión neutral, extendió la mano, lo detuvo en seco y, en un giro inesperado, plantó dos sonoros besos al aire cerca de sus mejillas. Roberto quedó congelado, como un robot al que se le acaban las pilas en medio de la tarea.

—En mi país es ofensivo no hacerlo—dijo Lucía, arqueando una ceja con ironía—. Espero no tener que reportarte.

Roberto murmuró algo incomprensible, se ajustó la corbata y se marchó apresuradamente, seguido por las miradas divertidas del resto del equipo. Lucía caminó hacia mí y, sonriendo sutilmente, susurró:

—Creía que te vendría bien algo de apoyo moral. No me gustan los pingüinos.

Esa tarde, al salir de la oficina, mientras observaba el atardecer teñido de ironía, pensé que quizás había encontrado a alguien capaz de entender que en aquel circo empresarial los protocolos eran tan absurdos como necesarios. Después de todo, quién diría que dos besos al aire acabarían siendo mi salvación laboral.

«Los españoles tienen la inclinación a dividirse en facciones y a mantener eternamente disputas internas.» (Gerald Brenan, nacido el 7 de abril de 1894 para decirnos a los de la península ibérica cómo somos y cómo actuamos. Más razón que un santo, oiga usted)

Y que cumplas muchos más de los 77 de hoy aunque no pueda ser al lado de Zipi... ¿o era Zape?

Depredadora

Va entrar al bar com un foc que no avisa. Els seus ulls, un parany fosc, observaven la sala com si triés presa. Ell li somreia, innocent, sense adonar-se que ella s'alimentava precisament d'això: ingenuïtat, il·lusions fràgils. Quan la música va sonar, el cos d'ella es va moure com una serp d’aigua; impossible no caure en la trampa. Ell ja no tenia escapatòria: ho sabia tothom menys ell. L'endemà, sol a l’habitació buida, només li quedaria el record amarg d’un perfum fred que ja s’havia esfumat. Ella ja cercava la propera víctima.


 

 

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