LA TERCERA GUERRA MUNDIAL EMPEZÓ CON UNA TAZA
El primer disparo no fue un misil, ni un dron, ni una invasión relámpago. Fue una taza de cerámica, hecha en Guangzhou, con un panda sonriente y la frase "I ♥ U.S.A." grabada en el asa.
Un funcionario aduanero en Milwaukee, medio dormido tras un desayuno sin gluten, detectó un error de tipografía en el código del embalaje. Eso bastó para activar el Protocolo 17 del Acuerdo de Comercio Justo Pero Sólo Cuando Nos Conviene (ACPJPSC). El sistema automáticamente impuso un arancel del 450%. Tres minutos después, Pekín respondió con una tarifa del 800% a todas las exportaciones de maíz estadounidense, incluidas las palomitas gourmet con sabor a bourbon.
El planeta ni siquiera tuvo tiempo de sacar las banderas.
Para entonces, Xi Jinping ya había convocado su Comité de Guerra Económica con urgencia, mientras en Washington, Trump —recién reelegido tras prometer que haría “el mundo más rentable otra vez”— anunciaba entre gritos que era hora de “¡darle una lección a los traidores de Occidente… y a los de Oriente también!”
La Unión Europea, como siempre, reaccionó con una combinación de perplejidad, diplomacia torpe y PowerPoints multilingües que nadie leyó. Alemania propuso un arancel flexible “basado en emociones”, Francia exigió protecciones para su industria de perfumes patrióticos y España se ofreció a mediar con una paella sin arroz “por si hay intolerancias”.
En menos de una semana, los aranceles se convirtieron en armas. Japón bloqueó las exportaciones de microchips, Corea del Sur limitó los K-Dramas a dos por trimestre, y Canadá declaró que dejaría de enviar sirope de arce, a menos que se considerara patrimonio mundial libre de impuestos.
En África, algunos países simplemente comenzaron a falsificar banderas de "naciones neutrales" para colar productos por las grietas del sistema. Nigeria exportaba teléfonos que oficialmente eran mangos, y Sudáfrica vendía diamantes en paquetes de quinoa. La OMC se reunió en Ginebra con el objetivo de redactar una resolución de paz, pero se disolvió tras un enfrentamiento verbal por el origen geográfico del chocolate suizo.
Mientras tanto, las grandes plataformas de venta online se adaptaron rápido. Amazon ofrecía envíos clandestinos en drones camuflados de cigüeñas, y Shein habilitó una sección llamada “Contrabando con estilo”. TikTok fue prohibido en 39 países y aclamado como herramienta de resistencia económica en otros 112. Una influencer canadiense alcanzó los 2,7 millones de seguidores tras enseñar cómo pintar microchips en lentejas.
Lo que comenzó como una disputa por el valor simbólico de una taza escaló hasta convertirse en una guerra total de impuestos cruzados. En medio del caos, el concepto de valor se volvió líquido: un tomate argentino podía costar más que un coche alemán, y una goma de borrar coreana tenía más demanda que el petróleo ruso.
El dinero dejó de tener sentido. El trueque volvió. En algunas zonas rurales de Estados Unidos, un plátano ecuatoriano valía tres gallinas y una disculpa por la colonización.
Nadie ganaba, pero todos imponían. Cada nuevo arancel era un gesto de soberanía, una declaración de independencia fiscal, una bofetada diplomática envuelta en burocracia.
Xi hablaba de “resistencia monetaria sin balas”.
Trump lo llamaba “el Apocalipsis con beneficios”.
En Bruselas, un comisario europeo resumió la situación en un tuit: “Al menos no hay muertos. Solo facturas”. Lo borró a los cinco minutos.
Y así, mientras las economías se fragmentaban como un jarrón Ming en manos de un mono epiléptico, los líderes seguían enviando comunicados, tarifas, restricciones, embargos, sanciones y vídeos en HD con banderas agitadas al viento.
La taza con el panda fue finalmente retirada de circulación.
Nadie sabe quién la fabricó realmente.
Pero una réplica exacta apareció semanas después en un despacho secreto del Foro Económico Mundial, en Davos, junto a una nota que decía:
"Hecho a mano. Sin impuestos. Con cariño."
La taza, hoy, descansa sobre el escritorio de un asistente anónimo.
Y nadie, absolutamente nadie, se atreve a moverla.
«Sobreviví no por cobardía, sino para contar lo que ocurrió» (Nagakura Shinpachi, nacido el 11 de abril de 1839 para montarse una excusa del porqué seguía vivo cuando sus compañeros de batallas la palmaban)
Y que cumplas muchos más de los 59 de hoy para hacer bailar a personajes como el del vídeo. Y si, la vida es un carnaval.
Somriures de barricada
Quan la Maria va perdre la feina, el pis i la fe en els dilluns, es va asseure al banc del parc com qui es rendeix. Però el Toni, amb un radiocasset vuitanter i un ritme a la sang que ni la crisi ni l’asfalt havien pogut matar, va posar “La vida es un carnaval” a tot volum.
La gent va començar a moure els malucs, a picar de mans, a trepitjar la tristesa amb sabates de colors.
La Maria va riure. I en aquell instant, va entendre que, a vegades, resistir és ballar quan tot cau.
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