sábado, 12 de abril de 2025

 ONCE MINUTOS, SIN CONDÓN EMOCIONAL

Te quedaste en mi cuerpo, no en mi vida.

—El reloj no miente —dijo él, acariciando con la yema del índice la clavícula aún húmeda de ella—. Solo cobra.

—¿Y tú qué cobras por minuto? —preguntó ella, sin mirarlo, con la espalda arqueada sobre la sábana como una pregunta que no necesitaba respuesta.

Él no respondió. Jamás lo hacía. Pero esa noche, el silencio era más denso que de costumbre. No había música, ni ciudad, ni motos acelerando bajo el hotel de paso. Solo la respiración de ella, desacompasada, como si intentara atrapar lo que se había escapado.

Once minutos. Eso duró. Lo demás, lo que vino antes y después, fue preludio o despedida. Y, sin embargo, ahí estaba ella, intentando traducir en palabras algo que solo se puede entender con las manos.

Él la miró vestirse. Primero las medias, como quien reconstruye una red para no caerse. Luego la camisa, sin abotonar, dejando que el aire siguiera tocando lo que él ya no podía. Finalmente, el perfume, que usaba como escudo.

—No soy tuya —dijo ella sin mirarlo.
—Pero te tuve.
—No. Me ofrecí. Eso no es lo mismo.

Ella se fue sin cerrar bien la puerta. Como quien no termina un poema porque sabe que el silencio es mejor final. Él encendió un cigarrillo —aunque no fumaba— y se quedó mirando su reflejo en el espejo empañado. Lo que vio fue otra cosa: no su cuerpo, sino la ausencia del de ella. Porque hay cuerpos que no se desnudan nunca, solo se evaporan.

Minuto cuatro.

Otro hombre. Otra ciudad. Otro intento de llenar con saliva lo que no cabe en la garganta.

Ella estaba sobre él, pero pensaba en el anterior. O quizás en el primero. El que no supo tocarla, pero sí nombrarla. Porque el deseo no siempre es sinónimo de carne. A veces, es un recuerdo que se cuela entre los omóplatos y deja una huella más duradera que el sudor.

Él —el nuevo— la abrazó al terminar, como si pudiera contenerla. Como si fuera posible retener el vapor.

—¿Estás bien? —preguntó.

—No lo sé. Pero estoy libre.

—¿Libre de qué?

—Del tiempo —mintió.

Cambio de perspectiva.

Es él quien ahora se viste sin prisa. Ella aún duerme, con una pierna fuera de la sábana y un lunar que parece una coma, como si su cuerpo fuera un párrafo interrumpido.

Él la observa. Y por primera vez, no desea su piel, sino el espacio que hay entre su respiración y el techo. Ese espacio que no se puede tocar, solo habitar. Le gustaría quedarse, decir algo brillante, como que el amor es una forma elegante de perder. Pero no dice nada. Solo se va.

Minuto once.

Una mujer entra a la habitación vacía del hotel. Lleva consigo un cuaderno. Lo abre. Escribe:

“Hoy volví a perder a alguien. Pero esta vez no dolió.

Quizás porque entendí que amar no es retener. Es saber irse justo después del minuto once, antes de que el tiempo convierta el deseo en costumbre.”

Cierra el cuaderno. Se sienta frente al espejo. Pero no ve su reflejo.

Sino el de una mujer que ya no está.

O que nunca estuvo.

 "Hoy lo efímero es la regla, no la excepción." (Gillo Dorfles, nacido el 12 de abril de 1910 y aunque su vida no fue efímera –vivió 108 años- supo hablarnos de lo que significan los deseos fugaces en los que estamos instalad@s)

 Y que cumplas muchos más de los 36 de hoy para que te de tiempo a convertirte en una verdadera Geisha aunque no sé yo...

Tremolor de divendres

Quan la mama entra a la pista, el terra s’esberla. Els focus s’encenen sols, els tambors se li acosten com cadells famolencs. No balla: desafia la gravetat amb cada maluc. En Joan, que sempre havia estat de pedra, s’ensorra com sorra mullada.

Al final, quan la música calla, només queda l’eco del seu tremolor. I un silenci que diu: “ella tornarà”.

Ningú sap d’on ve, però tots l’esperen.

Sobretot els que no tenen res més a perdre.


 

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