NIEBLA DE NEÓN Y BAMBÚ
El hombre no entendía el idioma, pero algo en los ojos de la maiko le recordó a su juventud: esa en la que todavía creía que los viajes eran respuestas y no preguntas. Ella inclinó la cabeza, como si leyera sus dudas entre las arrugas.
Él se inclinó también, torpemente, como si pedir permiso a la tradición bastara para comprenderla.
Tokio, tras ellos, era un mar de luces líquidas. Los rascacielos respiraban en la noche como dragones dormidos, indiferentes a los turistas y sus súbitas epifanías. Desde su hotel, había fotografiado la ciudad creyendo atraparla. Ahora entendía: la ciudad lo había atrapado a él.
Horas antes, bajo la lluvia, había contemplado la pagoda de Asakusa. Cinco niveles de historia mirando al cielo, ignorando paraguas y smartphones. Una mujer —quizás turista, quizás espíritu— le susurró “esto no se repite” antes de perderse entre linternas y cerezos.
Y tenía razón.
Cuando el barco partió por el Sumida, el hombre no pensó en el pasado ni en el futuro. Solo en ese instante suspendido: el kimono azul, el silencio compartido, y el rumor de una ciudad que lo miraba sin verlo.
La foto no capturó el momento. Solo lo delató.
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