AMOR SIN REGISTRO
Nos besamos por primera vez frente a un espejo.
Yo tenía diecinueve, él veintidós. No sabíamos quiénes éramos, ni lo que seríamos. Sólo recuerdo que aquella noche en la discoteca me rozó el brazo al pasar, y sentí electricidad. No de la bonita, de la peligrosa.
—¿Bailamos? —me dijo.
Asentí. No por educación. Porque el cuerpo decidió antes que yo.
Nos besamos dos canciones después. Luego fuimos a su coche. El resto fue una mezcla de niebla en el cristal, gemidos ahogados y un "¿cómo te llamas?" tardío.
—Rosa María Moya Peña —le dije, con la falda aún arremangada.
—¿Moya Peña? —repitió, como si el apellido le hubiese golpeado el vientre.
No lo hablamos más esa noche. Pero ambos nos fuimos a casa con algo más que semen y saliva en la piel. Nos fuimos con la sospecha.
La confirmación llegó meses después. Por una tía. Por un silencio. Por una partida de nacimiento. Hijos del mismo padre. Hermanos. Biológicos. Reales. Registrados.
—Esto es una locura —me dijo.
—Lo nuestro ya lo era antes de saberlo —le contesté.
Intentamos alejarnos. Él se fue a vivir a otra ciudad. Yo me metí en un curso de auxiliar de farmacia. Probé con otro chico. Él también. Ninguno supo a nada. Ninguno olía como él. Ninguno me miraba como si me conociera de siempre.
Y claro, era literal. Nos conocíamos desde antes de sabernos. Desde el útero de diferentes madres. Desde los genes cruzados por accidente o por destino.
Volvimos. Sin palabras. Sin permisos.
—¿Y si tenemos hijos? —me preguntó una madrugada, con la cabeza entre mis piernas.
—Serán nuestros. Con todo —le dije, sin miedo—. Y sin culpa.
Los tuvimos. Dos. Sanos. Bellos. Como si el amor supiera más de biología que los manuales. Como si el cuerpo, cuando ama de verdad, supiera corregir el mapa.
No pudimos casarnos. El Código Civil dice que no. Pero nos dieron un libro de familia. Lo abre cualquiera y ve lo que ve: dos hermanos con dos hijos. Dos padres. Un vínculo. Un tabú.
—¿Te arrepientes? —me ha preguntado él muchas veces.
—Solo de no haberte conocido antes —le digo—. Antes incluso de la discoteca.
Vivimos en paz. No tenemos pancartas. No militamos. No buscamos provocar. Pero tampoco nos escondemos. Nos tuvimos. Nos tenemos. Y nos seguimos deseando.
La gente juzga. Con frases cortas. Con cejas levantadas. Con repulsas que a menudo esconden envidia.
—Esto no es amor —dicen algunos.
Yo me río.
—¿Y qué lo es? ¿El matrimonio por interés? ¿El sexo sin piel? ¿Los hijos nacidos de acuerdos pero no de abrazos?
Yo amé a mi hermano sin saber que lo era. Y cuando lo supe, el amor no se fue. Cambió de nombre. De forma. Pero no de raíz.
—No tenemos registro —me dijo un día mientras me acariciaba los senos con ternura de domingo—. Pero tenemos historia.
—Y cama —le dije—. Y lengua. Y dos hijos que no nos miran con vergüenza.
Eso, al final, es lo único que importa.
(Versión inspirada en la historia real de Daniel y Rosa María Moya Peña)
«Hay objetos de los que puede afirmarse que no existen, y sin embargo tienen propiedades» (Alexius Meinong, nacido el 17 de julio de 1853 esa frase y muchas otras le va a dar alas a los terraplanistas: la tierra no es plana y sin embargo tiene propiedades)
Hoy hubiese cumplido 86 años pero se quedó en silencio (y no por el alcalde) a los 82.
El vent entre les vinyes
La iaia Maria sempre deia que les fulles xiuxiuegen secrets quan el vent bufa de llevant. Aquell matí, mentre regava les tomaqueres, va sentir com el murmuri s’assemblava a una cançó antiga. La veu li sortí sola:
Una mattina, mi son alzato...
El nét, en Pau, la mirava amb ulls com plats.
—Això què és, iaia?
—És una cançó que va fer por als que volien silenci.
Ell la va gravar amb el mòbil i ho va penjar a xarxes. L’endemà, el poble sencer cantava al mercat. I aquell dijous, per primer cop en quaranta anys, l’alcalde no va poder fer callar ningú
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