CATA DE INTERIORES
A mi abuela le debía la frase y el método: “mira cómo come y sabrás cómo quiere”. Lo repetía con la autoridad del sofrito perfecto. Yo lo apliqué mal durante años: buscaba mandíbulas fotogénicas y olvidaba el resto. Hasta Luna. La vi comer una naranja como si me desnudara a mí, gajo a gajo, paciencia tibia, dedos que no hieren. Pensé: así debe tocarse un cuerpo cuando se le tiene respeto y hambre.
Quedamos en mi casa un jueves lento. El pasillo todavía guardaba la humedad de la ducha y ese olor a jabón que confiesa más que cualquier biografía. Compré sardinas, tomate, pan moreno, y una botella de vino que sabía a terraza con ropa tendida. Ella llegó en zapatillas blancas, respiración tranquila, la melena recogida como una promesa de desorden. Traía su cuchillo favorito. “Para el pan”, dijo. Sonreí pensando en lo que corta y lo que no.
La cocina, a fuego medio. Abrimos las sardinas, las curamos de impaciencia bajo el grifo, las secamos con papel como si fueran un mapa frágil. Luna olía cada lomo antes de pasarlo por la plancha: nariz al borde, ojos cerrados, ese gesto de quien se deja invadir sin perder el mando. Yo picaba ajo y perejil y, al rozarnos, su cadera me empujó con un ritmo pequeño, suficiente para que el aceite cantara distinto.
Comimos delante del fogón, de pie, como dos animales civiles. Ella llevó los dedos a mi boca para darme una miga con jugo. No era un gesto: era un ensayo. Su pulgar tocó mi labio inferior, recogió una gota que escapaba y la lamió sin prisa, con esa lengua que no reclama aplauso y, sin embargo, lo merece. Nos hablamos poco; el silencio tenía sal gorda.
Luego nos sentamos. Partí el tomate con el cuchillo que trajo, lo abrí en cuatro y lo dejé sangrar sobre el pan. Luna me miró las manos como si las estuviera leyendo. “No aplastes”, dijo. “Deja que caiga”. Obedecí, porque hay órdenes que nacen del cuidado. Ella mordió el pan y cerró los ojos otra vez; su garganta trabajó como quien traga una noticia buena, lenta, de credibilidad súbita. No era pose: era devoción práctica. Me calentó el bajo vientre más que cualquier foto.
La yema ocurrió a continuación. Dos huevos al plato, sofrito mínimo, pizca de pimentón. Puse la fuente en mitad de la mesa, el pan alrededor, aros de cebolla, hojas de albahaca que olían a patio de junio. Luna rebañó un borde con la miga, lo llevó a la boca, y después empujó la yema hasta romper la membrana: un sol vencido derramándose por la loza. Ella lo recogió con el índice, lo probó, y me lo ofreció a mí. Su dedo entró en mi boca. Lo acogí como un sacramento sencillo. Su piel sabía a aceite y a un metal suave. Chupé hasta sentir el hueso del gesto. Ella no retiró la mano. No se rió. Me sostuvo la mirada, y la yema continuó deslizándose, vertical, hacia un sitio que ya no era la mesa.
La llevé a la encimera. Quitamos los platos, corrimos las migas a un lado; un pequeño cometa de pan quedó atrapado en su cadera. Se subió el vestido con dos dedos—ascensor sin ruidos—y se sentó sobre el mármol templado por el horno. El contraste le arrancó un suspiro que recordé años después. Tiré del elástico de su tanga como quien descorcha una tarde. Ella me guió la cabeza entre sus muslos con un gesto de panadera experta: abajo, ahora, no te pierdas. Olía a sal y a naranja reciente, a cuerpo que no pide perdón por estar vivo.
La escuché masticar aire cuando la lengua encontró su centro. Lo hice como había visto comerle a ella a la yema: sin ansia, respetando bordes, recogiendo lo que se escapa, revisando las esquinas. En cada trago, su vientre subía un milímetro, bajaba dos, reclamaba tres. Puso una mano en mi nuca y la otra en la espalda, uñas mínimas. Me guió con una paciencia de abuela y un hambre de debutante. Cuando estuvo a punto, lo dijo con un “sí” breve que me atravesó el oído y me quedó vibrando en la lengua. En su clímax no hubo grito, hubo gajos de naranja rompiéndose sin dolor.
Me levanté con la boca húmeda y un pulso que pedía seguir. Ella me desabrochó el pantalón sin teatralidad, con oficio; sacó mi pene como quien saca una barra de pan del horno y comprueba si suena hueca. Me besó apoyando la lengua en la base, ascendiendo, como quien unta mantequilla caliente en una tostada fría. No aceleró. No dramatizó. Mantuvo el ritmo exacto de quien sabe que la prisa es una forma de miedo.
Fuimos a la habitación con las luces de la cocina todavía encendidas. Caímos sobre la cama de espaldas a los edificios del patio, que a esa hora parecen espectadores tímidos. Luna se subió a horcajadas y me tomó la cara con las dos manos, ese gesto antiguo que despeja las dudas. Se acomodó, buscó el ángulo con la precisión de una cocinera cuando prueba la sal. Me apretó dentro con una cadencia que reconocí: la del cuchillo que entra en el pan sin destrozarlo. El crujido de la sábana acompañó. Yo la sujeté por la espalda y el culo, ese territorio donde la gravedad negocia. Ella me marcó el ritmo en el hombro, con golpes pequeños de su frente. Y después se inclinó, atrapó mi labio con los dientes y tiró. Un pacto.
No hubo artificio, solo piel entrando en acuerdo. Nos movimos como dos que ya han comido juntos: cada mordida una sílaba, cada embestida una frase, cada pausa una coma necesaria. Cuando nos corrimos, lo hicimos casi a la vez, como quienes apuran el último trozo de pan para no dejar la salsa huérfana. El cuerpo entero dijo “gracias” en un idioma que no necesita traducción.
La noche continuó en la cocina. Comimos queso con las manos. Le pasé un gajo de naranja por el cuello; su piel se erizó, ella me lo devolvió por el bajo vientre y yo sentí una electricidad chiquita plantarme tiendas de campaña debajo del ombligo. “Siempre vuelvo al plato”, dijo, riendo. “Y al cuerpo”, añadí. “Es el mismo mapa”, respondió, llevándose a la boca la tira de piel de naranja y mordiéndola para que amargara lo justo. Compartimos el amargor; nos limpió la lengua de excesos.
Dormimos abrazados, raramente quietos. A media madrugada, sus dedos bajaron otra vez, tantearon, encontraron. No hizo falta prender luces. Los dos sabíamos ya el camino a la cocina y al otro. Repetimos el rito con más sueño y menos mente. Me quedé mirando el techo mientras su respiración se acostaba, el olor a ajo aún suspendido en el aire, promesa de desayuno.
Por la mañana, Luna desayunó sentada de espaldas a mí y eso fue hermoso: verla masticar, beber, untar miel en pan como quien arregla una herida. Colocó mi taza, mi plato, el de ella, el vaso de agua para hablarle bien al café, y me miró como la tarde anterior había mirado las sardinas: sin exigencia, con curiosidad, con ese respeto que hace sitio.
—¿Ves? —me dijo, señalando mi gesto al cortar el pan—. Ya comes mejor.
—¿Eso significa que ya quiero mejor? —pregunté, con la boca llena.
—Significa que sabes esperar —contestó, y me limpió la comisura con el pulgar antes de chuparlo, como la primera vez, como una firma.
Cuando se fue, recogí en silencio. Las migas sobre el hule dibujaban un mapa de islas. Las junté con la mano y probé una: seguía sabiendo a yema y a naranja. Abrí la ventana. El patio era un concierto de cubos fregándose, ropa chorreando, puertas saludándose con golpes secos. Pensé en la frase de mi abuela, en el cuchillo de Luna, en la yema rendida, en mi lengua aprendiendo a pronunciar su nombre sin devorarla.
Desde entonces busco eso: una boca que no humille lo que come. Unos dedos que compartan. Un cuerpo que, antes de pedir, agradezca. Porque la forma de comer nos desnuda sin quitarnos la ropa. Y, cuando alguien rompe el pan sin herirlo, sabe romperte el miedo sin romperte a ti.
«La sinceridad es el fin y el principio de todas las cosas; sin sinceridad no existiría nada.» (Confieso que, al leer esta frase de Inazō Nitobe, nacido el 1 de setiembre de 1862, he dudado si realmente existimos)
Escuchando la canción del vídeo -muy conocida por l@s de varias generaciones- me he preguntado si la melancolía que he sentido es porque realmente pienso en que culaquier tiempo pasado fue mejor. Ha sido solo un momento, que conste. George Meharis, hoy hubiese cumplido 97 años pero cogió la famosa "Ruta 66" a sus ríos de luna hace más de 2 años)
Pont de plata
El riu llisca com una promesa. Miro la lluna i em contesta amb una ratlla tremolosa damunt l’aigua. No duc equipatge: només un nom a la boca i un somni que fa olor de préssec tardà. «Vine», diu el corrent, com qui xiuxiueja una cançó antiga. Travesso descalç, les pedres em llegeixen les plantes, encerten que fingeixo valentia. Al mig, paro. Si torno, seré memòria; si avanço, seré desig. Llavors una peixeta brilla i em decideix: salto, i la nit m’abraça.
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