CRÍPTICA: DIARIO DE UN EXILIO HACIA LA AURORA
A veces olvido que nací en Barcelona y no aquí, en este cilindro que amanece por rotación. La memoria hace trampa: mete una colada de sábanas en una terraza del Guinardó y, cuando voy a oler el jabón, lo que respiro es ozono domesticado y un pan recalentado por lámparas. Me llamo Leo, cuido los huertos del Anillo 7 durante el turno de noche. No es un trabajo místico: ajustar boquillas, escuchar el goteo, hablarle a las lechugas para que no se sientan tan a la intemperie del universo.
La nave se llama Críptica. Cuatro décadas de longitud y un hueso de acero que gira para fingirnos tierra. Tres mil y pico almas, un plan de viaje que cabe en un número caprichoso: trescientos setenta y siete años hasta Próxima d, si no cambia el viento de las estrellas. A veces, cuando el metal vibra, imagino que es el latido de una ciudad que nos sigue desde lejos, como un perro fiel que no entiende por qué lo hemos dejado atado al poste de la historia.
Nos turnamos la esperanza en guardias. Hay un rito en el Anillo 7: escribir cartas para los que aún no existen. Las dejamos en cápsulas de polen seco, escondidas entre tomateras. «Para quien abra esto cuando yo sea pronombre», firmamos. La ternura, como la luz, también viaja años.
Vivo con Lúa, médica del sueño. Nos conocimos en el gimnasio centrífugo, sudando contra la mentira útil de la gravedad. Ella me dijo, con esa ironía que curaba vértigos: “Lo real es lo que te pone de pie; lo verdadero, lo que te vuelve a acostar”. Aprendimos rápido a pegarnos el cuerpo con velcros en la cama, a flotar lo justo para recordar que el deseo es un idioma que no necesita frontera ni suelo. En la penumbra, el casco transparente del invernadero reflejaba dos sombras que se buscaban y, sin prisa, se encontraban. El exilio también puede ser una cama tibia a contracorriente.
El Consejo anunció un recálculo: «Reduciremos un punto la rotación —ahorro energético, mínima náusea— y añadiremos ciento veintiocho años al itinerario. Mejor llegar vivos que prontos». En el comedor estalló un murmullo agrio. Un mecánico lanzó una broma: «Nos queda toda la vida para discutirlo». Nadie rió. Lúa me miró como si me desabrochara una verdad: estaba embarazada. La noticia se expandió por mi pecho como una atmósfera nueva. Sentí miedo; la belleza siempre viene con cuchillo.
Los días siguientes olían a cobre. Una lluvia de partículas nos pasó de refilón y los sensores cantaron una alarma sin épica. En Huertos 3 murió un anciano mirando una planta de albahaca. Tuve que cerrar el circuito y quedarme quieto, porque el silencio tiene más gravedad que Críptica cuando se nos muere alguien. Esa noche escribí mi carta para quien viniera: «Si lees esto, somos la misma rama. No dejes que el trabajo te quite el pensamiento. Riega lento».
En la Asamblea, un holograma enseñó el rostro de Próxima d: una canica que cambiaba de humor. Clorofila posible, océanos inciertos, vientos que podían arrancar tejados. “No hay promesas —dijo la ingeniera—; hay margen”. Al salir, el pasillo parecía más largo que los años. Lúa propuso hibernar cuando entráramos en la fase de crucero lento. “Me despiertas al acercarnos”, pidió. “Quiero parir en un cielo nuevo”. Yo asentí con la boca, pero no con el cuerpo. Alguien debe sostener el hilo mientras los demás sueñan.
La víspera de su sueño largo, cocinamos pan con un poco de harina de contrabando. Comimos en el suelo, por capricho de gravitar distinto. Ella apoyó la cabeza en mi hombro. Me dijo: “Hay dos maneras de quedarse: echar raíces o volverse futuro”. Besé la curva de su cuello, ese meridiano que separa la risa del llanto. Le prometí que guardaría nuestras sábanas como quien cuida una bandera sin patria.
Entró en la cápsula con una calma que me enseñó otra medicina. “Despiértame con música”, dijo. “Algo con respiración debajo”. Cerré el cristal y me quedé allí, en vigilia, hasta que el vapor completó el ritual. No lloré. A veces el amor te obliga a no dramatizar para que el mundo no se rompa.
Desde entonces, mi vida es ridículamente concreta. Cambiar filtros, leer a niños que se marean con las parábolas, reparar un aspersor que escupe diagonal y moja el pasillo, negociar con una adolescente que cree que el aire no es de nadie. Le enseñé a plantar albahaca. Me enseñó a pronunciar su nombre: Sira. Hija de otra pareja; huérfana de uno de esos accidentes que se cuentan en voz baja para que no cunda el pánico. Me la encontré llorando en el invernadero; le di un vaso de agua y una risa torpe. Se quedó. Ahora me ayuda a recolectar fresas al amanecer, y a veces me toma el pulso para asegurarse de que sigo aquí.
Escribo a Lúa cada semana aunque no me lea todavía. Le cuento nimiedades: que el Anillo 5 huele a melocotón cuando abren las compuertas de reciclaje; que el capitán se afeita con una navaja heredada de su abuela; que anoche las luces fallaron dos segundos y los niños gritaron como si hubiéramos sido felices. Le digo que no se preocupe por el miedo, que lo tenemos a dieta. Que Sira pronuncia “aurora” como si fuera una fruta.
Ayer, el telescopio nos regaló un lujo: una aurora en la atmósfera de Próxima d, un hilo verde bailando donde solo esperábamos viento. El comedor se llenó de esa euforia tímida que no quiere parecer supersticiosa. «Bailan las partículas —dijo alguien—; quizá bailaremos nosotros». Al salir, me crucé con el mecánico del chiste fallido. Me guiñó un ojo. “Nos queda toda la vida para llegar”, repitió, y por fin reímos los dos.
No soy un héroe ni un pionero. Soy un jardinero en una nave que finge ser planeta para que los cuerpos no se olviden. Pero hay días en que siento que lo íntimo es una forma de política: poner una mano sobre una espalda en el pasillo, aceptar una disculpa tardía, repartir el último melocotón. Críptica está hecha de eso: de actos pequeños que, sumados, se parecen a una patria.
Cuando llegue el momento, aumentaré la rotación un punto, pondré música con respiración debajo y abriré el cristal. No sé qué palabra diremos primero; quizá “hambre”, quizá “luz”. Lúa saldrá con los ojos torpes de siglos y yo le ofreceré pan. Le presentaré a Sira. Caminaremos por el invernadero como si pisáramos playa. Afuera, Próxima d seguirá siendo una promesa imprecisa. Da igual. Llevaremos casa en la boca.
A veces olvido que nací en Barcelona. Otras veces lo recuerdo con una nitidez insoportable: la terraza, la ropa tendida, un gato observando el barrio como si el universo fuese un patio. Entonces entiendo: no nos vamos para huir. Nos vamos para que la casa nos alcance. Y si no llega, hacemos lo que podemos: regamos lento, escribimos cartas, cuidamos el turno de la esperanza. Lo demás es navegación.
«Cuando construyes sobre mentiras, construyes fuerte y sólido. Fue la verdad la que te deshizo.» (Como un azucarillo me ha dejado Kiran Desai con su frase. Por eso le desearé que cumpla muchos más de los 54 de hoy)
Con una música y una tonadilla pegadiza los brasileños hacen maravillas con la música. Al joven de la canción aún le falta un poco todavía; no para de reivindicar su nombre. Es normal a los 36 de hoy le queda por mejorar algo, pero apunta maneras.
La nit que el mar va dir tchê
El DJ punxa una cançó absurda i perfecta. Tchê tchê rere, i la sorra em gronxa els turmells. Tu rius amb la palla del mojito clavada com brúixola cap a mi. Ballo sense promeses: els genolls cruixen, les espatlles inventen geografies. Tchê tchê rere, la lluna es fa colla i xiula. Em mous el nom amb dos dits i se m’esmicolen els anys. Quan calla la base, encara escolto el ressò dins el pit: la balada mínima d’un sí. Després, silenci que sua. I tu, quedant-te.
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