miércoles, 1 de octubre de 2025

LA HORA EN QUE LOS CASTILLOS RESPIRAN (I)

El castillo encendió las luces como quien se defiende de una mala idea. La niebla subía por los taludes en rebaños, y cada torre parecía un guardián que había olvidado a quién custodiaba. Clara y Mateo, cuarenta y pocos, llegaron sin hablar, con el cansancio doméstico colgando del cuello como una bufanda mojada.

—Parece de película —dijo Mateo, buscando en el bolsillo la llave de un chiste que no encontró.

—De esas que empiezan bien y terminan con una carta que nunca llega —respondió Clara.

No habían venido por turismo. Habían elegido aquel pueblo de colinas para entregarse un sobre: los papeles. Les pareció elegante separarse entre viñas; como romper una copa mirando el horizonte para no escuchar el cristal.

La noche olía a piedra mojada y aceite de oliva, una mezcla vieja que tranquiliza a los vivos y entretiene a los fantasmas. En la explanada del castillo, los focos dibujaban sombras con cintura. Mateo levantó la vista: en lo alto, las almenas marcaban un pentagrama donde el viento escribía una música que solo se oye cuando uno va a perder algo.

—¿Recuerdas cuando discutíamos sobre mapas? —preguntó él—. Yo decía “gira a la derecha” y tú, “a la otra derecha”.

—Y llegábamos —contestó ella—. Justo a tiempo para pelear en otro idioma.

 

Sonrieron, pero no se tocaron. Bajaron por la calle empedrada; las piedras sabían el peso de pasos parecidos. A la mañana siguiente, con el cielo lavado y un reloj en la torre pública peinando la luz, el pueblo hizo lo que hacen los pueblos: parecer eterno para que tú notes lo breve que eres.

Almorzaron en una terraza. La camarera les dejó dos copas y un botellín de agua como si fuera un mediador silencioso. La plaza hervía de turistas que fotografiaban el reloj. Clara lo miró: la aguja grande pisaba el cuello de la pequeña, y por un segundo creyó que el tiempo podía estrangularse con gracia.

—¿Firmamos luego? —dijo ella, sin mirar.

—Luego —repitió él—. Me gustaría subir a la muralla antes. Si vamos a dividirlo todo, al menos que cada uno se quede con un paisaje.

 

Ella asintió. Subieron. Desde arriba, el valle parecía un animal acostado, respirando por las hileras de cipreses. Las tejas eran escamas de un pez prehistórico que aprendió a nadar en aire tibio. Un guía contaba anécdotas en voz alta; a Clara le molestó que las historias tuvieran dueño. Mateo se adelantó por el adarve, tocando el muro como quien saluda a un pariente.

—Mira —dijo—. Aquí, si pones la mano, notas el frío como una advertencia. La piedra siempre te dice la verdad.

—La verdad es incómoda y no deja propina —respondió ella.

Un grupo pasó entre ellos y les separó con un rumor de idiomas. Al reencontrarse, ambas miradas se detuvieron un segundo de más, ese segundo donde todo podría girar si alguien tuviera la torpeza adecuada.

—No quiero que pensemos que fracasamos —dijo Clara.

—Fracasar es intentar vender dos entradas para un concierto que ya terminó —dijo él—. Lo nuestro fue el concierto. Me quedaré con el zumbido en los oídos.

 


Se quedaron un rato en silencio. El viento traía campanas de una iglesia cercana; latín en piedra, promesas antiguas escritas con letras que ya no firmamos. En la portada, Clara leyó una frase y la tradujo mal a propósito para reírse. Mateo rió también; a veces la felicidad es un error de traducción.

En la plaza del reloj, un músico callejero tocó con una guitarra que se quejaba. Una pareja se besó con la concentración de quien desactiva una bomba. Clara pensó que la nostalgia es una fotógrafa tramposa: siempre dispara con contraluz para borrar los defectos. Mateo pidió otra copa. El vino olía a fruta que tomó clases de historia.

—¿Y si no firmamos hoy? —probó él—. Podríamos esperar a que se rompa uno de esos relojes. Llamamos al notario y decimos: lo sentimos, la hora no llegó todavía.

—Ya llegó hace tiempo —dijo ella—. Somos nosotros los que seguimos de pie por inercia, como las banderas cuando cesa el viento.

«Cuando uno lleva por dentro una tristeza sin límites, morirse ya no es grave(Aunque parezca mentira Héctor Abad Faciolince, de quién hoy celebramos su 67 cumpleaños, no quiso decir con su frase que debíamos permanecer en la tristeza para no sufrir la muerte. L@s tristes también la padecen, doy fe)

Aunque hoy cumpla 82 años hace ya algunos que no toca el bajo en el grupo. Se jubiló a los 65, como mandan los cánones por aquí... y no sé si por allí también. 

Balla, si t’atreveixes

El DJ és un ventilador coix, la pista és el passadís. La bateria: els cops del veí del quart. Baixo el volum: la mare sopa estrelles. Pujo el volum: el llum parpelleja com un estroboscopi barat i el gat fa scratching a la porta. Jo m’invento una banda: baix tocant al fetge, teclats a la llengua, cors a les costelles. Quan el metrònom del cor s’accelera, la casa entra en funk. Em dic que l’alegria no s’espera: s’improvisa. I ballo fins que el silenci respira groove.


 

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