TODAVÍA

Cuando pego un nombre en un cristal, el lugar parece recordar quién es. Lo vi miles de veces en el taller: coloco “FARMACIA”, aliso el vinilo con la palma y algo en la calle se acomoda. En mis dedos queda ese olor limpio del alcohol isopropílico y, al terminar, raspo pequeñas películas de plástico de las uñas. No es solo trabajo. Es una manera de sostener lo cotidiano para que no se deshaga.
Llegaste buscando un rótulo para tu puerta. Querías “Estudio”. No despacho, no oficina; un sitio donde entrar y poder respirar. Anoté medidas. Olías a mandarina y a tinta fresca. Dejaste una pregunta que se me quedó pegada: si se puede vivir de rotular palabras. Dije que sí. Con el tiempo, entendí que también estaba diciendo que sí a lo que venía contigo.
Empezamos a nombrar. Una puerta sobre dos caballetes fue mesa en cuanto lo dijimos. El hueco de las cajas obedeció cuando lo llamamos cuarto. Con cuidado, bajito, probamos nosotros, y ese nosotros dio forma al piso como si apretáramos la sábana para quitarle las arrugas. El barrio ayudaba: olor a pan por la mañana, agua en los patios, un transistor con boleros a media tarde.
En el taller, el plotter avanzaba como una respiración. La campanilla de la puerta marcaba las horas. En casa, la noche nos encontraba en la cocina: tus manos en mi cintura, mi boca en tu cuello aún húmedo. El espejo sudado, nuestras huellas. No nos hacía falta decir mucho. Nos reconocíamos por el modo de pedir más aire o más pausa. Ese silencio era fácil. El cuerpo hacía sitio.
Durante meses jugamos a poner nombres que nos sostuvieran: “tarde de semilla” cuando la siesta dejaba promesas; “babilonia” para los papeles sin orden; “días lentos” para los lunes que se quedaban en la puerta. Así pasaba el tiempo, juntando lo que podía desparramarse.
Luego probamos “para siempre”. La cocina olía a naranja, pero en el suelo crujió otra cosa: una madera más dura. Llegaron palabras que cansan —responsabilidad, urgente, mañana— y risas que tardaban. Yo seguía instalando “CLÍNICA”, “MERCERÍA”, “PARQUE” en cristales de otros, y volvía a casa con el cuerpo hueco y un deseo simple: agua, toalla, tu hombro.
Aquella tarde dijiste: “Hoy me han llamado prescindible”. La palabra se quedó en mitad de la mesa. No quise discutir con ella. Te preparé sopa. Te llevé a la cama. Me tumbé a tu lado y te acaricié la espalda con calma. Respirabas como quien aprende otra vez. No prometí nada. Me limité a sostener.
Nos ajustamos al dinero como a un zapato usado. Íbamos al mercado con calma. Compartíamos naranjas, pan con tomate, aceitunas. La pescadera gritaba el nombre de los peces con una alegría que a veces nos quedaba grande, pero bastaba mirarnos para entender que seguíamos dentro.
Discutíamos poco y mal. Tú decías “nunca” y la habitación se encogía. Yo decía “nada” y el día perdía luz. Aprendimos a podar. Cambiamos problema por asunto. En asunto cabía sentarse y escuchar.
Los domingos abríamos cajones. Encontrábamos entradas arrugadas, listas de compra, fotos pequeñas. Nombrábamos. Al nombrar, regresaban. No era un truco: era memoria ordenada al alcance de la mano.
Una mañana pegaste “hogar” en la nevera. Pareció que el frío cedía un poco. Nos gustó el juego y seguimos: “taza que cura”, “sofá que escucha”, “puerta que vuelve”. Esas palabras no arreglaban nada, pero hacían sitio para estar cerca.
Yo seguía trayendo el día pegado a la piel. Me quitaba la camiseta de un tirón y tú apoyabas la cara en mi pecho. “Hueles a día”, decías. Te besaba despacio. La boca me sabía a mandarina o a menta, según quién hubiera asaltado antes la nevera. Tus piernas rodeando mi cadera, mi espalda contra la pared. Buscábamos un ritmo claro, sin florituras. Luego, silencio. Tu pecho subiendo y bajando. Mi mano abierta en tu costado. El mundo, fuera, esperando.
No sabría decir cuándo llegó “todavía”. Tal vez una tarde suave, al verte peinarte frente al espejo del pasillo y escuchar que murmurabas: “Todavía”. O al alinear mis herramientas y pensar que aún tengo oficio. “Todavía” no exige. No promete. Es un banco en el rellano. Una toalla seca. Una sopa a fuego bajo. Desde entonces, nos acompaña sin pedir explicaciones.
Me pediste cambiar el rótulo del estudio. No “Estudio”. Sobre una tabla, con tinta espesa, escribí Diccionario de casa. Lo colgamos sin nivel, a propósito. Debajo fuiste sumando fichas con rotulador: “cuchillo que corta pan y no conversaciones”, “manta que perdona”, “ventana que invita”. Era una manera de cuidarnos sin grandes discursos.
Camino por el barrio y la nostalgia me sale al paso en cosas pequeñas: la campanilla de la farmacia, el pan en bolsas de papel, el olor del portal cuando alguien friega con lejía. Pienso en la primera vez que te esperé en la puerta, en la noche que te quedaste, en la mañana que entendimos que ya vivíamos juntos aunque no lo hubiéramos dicho. No quiero otra vida. Quiero la nuestra más ligera, como al principio. Y acepto que ahora el paso sea más lento y la mirada tarde un segundo más en decir lo que siente.
Hoy he pegado un rótulo nuevo sobre nuestra puerta. Letra simple. Palma abierta para sacar el aire. El mismo temblor de los comienzos me ha corrido por el brazo. La palabra es corta y nos ha sostenido sin ruido este tiempo.
Dice: Todavía.
Entras con las llaves en la mano. Lees. Me miras. Me rozas la mejilla. La piel trae el frío de la calle y el calor de tus dedos. Acercas la frente a la mía. Hueles a jabón. Cierras la puerta. La casa se coloca. Yo también.
«El lenguaje de la política suele ser impreciso y ambiguo; por pereza o interés se vuelve etiqueta, eslogan o estribillo que no dice nada.» (Más razón que un filósofo tiene Juan José Sebreli en lo que dice: la política ya es un eslogan y l@s seguidor@s de los partidos políticos, hinchas desaforad@s. Le hubiésemos felicitado por su cumpleaños, pero hace más de un año que no nos oye)
Hoy si que voy a desearle que cumpla muchos más de los 77 de hoy porque casi nadie ya se acuerda de ella. Si, si, tuvo que compartir el primer puesto de Eurovisión con otr@s tres participantes más. Fue allá por 1969 y no, no voy a poner aquella canción que a buen seguro que perdería vuestra amistad.
Guix als dits
Quan et vas girar cap a la finestra, vaig entendre que la classe s’havia acabat. El món, però, encara feia olor de guix. Havies ensenyat a restar por i sumar coratge, a conjugar el futur sense condicional. Et vaig voler dir gràcies, però em va sortir una rialla tímida, com de pati. Ara camino pel carrer amb la llibreta plena de marges: hi guardo la teva veu, el “torna-ho a provar”, l’orgull discret. Si algun dia m’equivoco gros, recordaré això: em vas aprovar la vida.
Siempre genial 🩷
ResponderEliminarSiempre gracias!!!
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