lunes, 3 de febrero de 2025

 EL CONTRATO QUE NUNCA FIRMÉ


A las siete y media de la tarde, bajo las farolas amarillentas de una calle secundaria de Barcelona, Tomás revisaba su correo. Estaba sentado en un banco del Paseo Sant Joan, con una bolsa de pan francés en el regazo y un aura de agotamiento flotando a su alrededor. Era una tarde cualquiera, salvo por un detalle insignificante: el sobre.

Entre las facturas y los catálogos promocionales había un sobre marrón, grueso, sin remitente. No estaba sellado, pero tampoco parecía abierto. Tomás lo sostuvo en sus manos, con la sospecha ligera de que alguien estaba jugando con él. Dentro encontró un único papel, pulcramente doblado.

Era un contrato.

El encabezado decía: "Acuerdo de Transferencia Existencial". Nada más leerlo, sintió que algo en su estómago se contraía, como si acabara de morder algo demasiado ácido. El contrato, redactado con una caligrafía mecánica pero elegante, afirmaba que, a partir del momento de su firma, todo en su vida sería perfectamente funcional. No habría retrasos, errores ni imprevistos. Pero, a cambio, él perdería todo derecho a interferir en sus propias decisiones.

En el margen inferior izquierdo, una línea de firma vacía parecía brillar bajo la tenue luz de la farola.

—Qué broma más absurda —murmuró, doblando el papel. Lo deslizó de vuelta al sobre y lo lanzó a una papelera cercana.

Al día siguiente, el sobre estaba en la mesa de su cocina.

La vida de Tomás, hasta entonces mundana, comenzó a teñirse de lo improbable. Los semáforos siempre se ponían en verde justo cuando llegaba. Las puertas automáticas se abrían un segundo antes de que él extendiera la mano. En la oficina, los correos electrónicos se enviaban sin errores, los archivos se descargaban al instante, y los clientes siempre parecían encantados.

Al principio, pensó que todo era una coincidencia. Pero pronto notó algo inquietante: sus elecciones ya no eran suyas. Se encontraba tomando café descafeinado en vez de su habitual espresso doble, eligiendo rutas desconocidas para volver a casa o llamando a números que no reconocía en su teléfono. Era como si una fuerza invisible estuviera tejiendo su día a día.

El contrato apareció de nuevo en su escritorio una semana después. Esta vez, la línea para la firma parecía más prominente, más insistente.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó al papel, como si pudiera responder.

El papel permaneció inmóvil, pero el sobre comenzó a deslizarse lentamente hacia él, como si lo animara.

La vida de Tomás continuó simplificándose y, al mismo tiempo, perdiendo sentido. Los fines de semana no podía decidir qué hacer; siempre parecía que "algo" lo elegía por él. Sus amigos comenzaron a notarlo.

—¿Estás bien, tío? —le preguntó Jaime, su mejor amigo, mientras tomaban unas cervezas en un bar del Raval.

—Claro, nunca he estado mejor. Todo funciona a la perfección. —Sonrió, pero su reflejo en el cristal del bar mostraba otra cosa: ojos apagados y una mueca rígida, como una máscara.

Esa noche, el contrato lo esperaba en su cama. No estaba en el sobre, sino extendido, como si alguien hubiera estado revisándolo. Una pluma estilográfica descansaba sobre la almohada.

Una madrugada, incapaz de dormir, decidió destruirlo. Tomás encendió la chimenea, colocó el papel sobre las llamas y lo observó arder. Pero a la mañana siguiente, el contrato estaba allí de nuevo, intacto, doblado sobre la mesita de noche.

En un último acto de desafío, escribió con tinta roja: "Me niego a firmar."

Cuando se despertó, el contrato había cambiado. La frase en tinta roja seguía allí, pero las palabras se habían reorganizado: "Firmo sin dudar."

Desde aquel día, Tomás dejó de intentar entenderlo. La vida siguió siendo funcional, pero cada decisión que tomaba lo alejaba más de sí mismo. Una tarde de otoño, caminando por las Ramblas, vio su propio reflejo en el escaparate de una tienda de antigüedades. El hombre que lo miraba desde el cristal no era él.

Al girar la esquina, lo vio: un hombre idéntico a él, con la misma bolsa de pan francés, caminando en dirección opuesta. Al cruzar miradas, el doble sonrió y desapareció entre la multitud.

Tomás se quedó inmóvil. En su bolsillo, el contrato había vuelto a aparecer, pero esta vez solo había una palabra: "Gracias."

El final no llegó. O quizás sí, pero nadie lo notó.

«¡Qué pequeñas son mis manos en relación con todo lo que la vida ha querido darme!» (Ramón J. Sender, nacido el 3 de febrero de 1901 para ser una persona afortunada que, sin embargo, no pudo llevarse todo lo que quiso)

Y que cumplas muchos más de los 66 de hoy en compañía de los tuyos porque, sin ellos, la música no sonaría igual.

Divendres, dia d'amor

El rellotge semblava aturar-se, cada segon una eternitat. L'agenda, buida i expectant, com un llenç en blanc a punt de ser pintat amb colors vius. Divendres, el dia màgic havia arribat. El cor li palpitava a mil, un ritme frenètic que s'ajustava a la melodia que cantava al seu interior. Els carrers, que sempre li semblaven grisos, avui es veien inundats de llum. Un somriure involuntari dibuixava una corba en els seus llavis. Finalment, era divendres i l'amor estava a l'aire.


 

 

2 comentarios: