LA ÚLTIMA NOCHE EN TERRASSA
Terrassa, 27 de octubre de 1619.
La bruma de la madrugada se enredaba entre los matorrales y se esparcía como un mal presagio sobre la Pedra Blanca. La hoguera chisporroteaba, iluminando los rostros de los espectadores, esos mismos que el día anterior habían comprado pan en la plaza a Margarida Tafanera o pedido a Miquela Casanovas una infusión para el dolor de estómago. Ahora estaban allí, con los ojos brillantes de fervor, esperando verlas colgar.
En la sombra, el alcalde y los jurados de la villa intercambiaban palabras en voz baja. Habían hecho lo necesario. La peste, las malas cosechas, los niños muertos en las cunas… necesitaban responsables. Y qué mejor que las de siempre: las mujeres solas, las que no encajaban, las que sabían demasiado de hierbas, partos y dolores que los hombres no comprendían.
Joan Font, el cazador de brujas de Sallent, se frotó las manos, satisfecho. Su trabajo estaba hecho. Había identificado a las culpables sin margen de error, colocando de rodillas a todas las mujeres del pueblo en la plaza y dejando que el dedo de Dios, en forma de su propia y experimentada intuición, seleccionara a las desgraciadas. Seis en total, pero a Joana de Toy la muerte la había encontrado antes de la soga.
—Los buenos cristianos tienen derecho a vivir en paz —murmuró el alcalde, ajustándose el jubón.
—Y las brujas, a pagar con su alma impura —añadió uno de los jurados, sin notar la ironía de que, hasta hacía un año, Eulàlia Totxa había sido la que curaba los sabañones de su mujer con ungüentos.
El amanecer tiñó de rojo la piedra. Margarida Tafanera, Joana Sabina, Miquela Casanovas, Eulàlia Totxa y Guillermina Font fueron llevadas al cadalso, con las muñecas atadas y el cuerpo herido de noches sin sueño y tormentos bien administrados. Habían confesado, claro. ¿Quién no lo haría cuando la opción era más dolor o una promesa de misericordia que jamás llegaría?
—Díganles que renieguen del demonio, que pidan perdón —sugirió un fraile, con voz casi compasiva.
Margarida sonrió. Una sonrisa seca, rota, pero firme.
—¿Y de qué serviría? —susurró.
El verdugo apretó la cuerda alrededor de su cuello. Al otro lado del río, en los matorrales, alguien contuvo la respiración. Eran ellas. Las que no habían sido atrapadas, las que habían aprendido a callar pero no a olvidar. Las que sabían que este día llegaría y que algún día la historia se escribiría de otra manera.
El aire se tensó. El verdugo miró al alcalde. Este asintió con solemnidad. Y la madera crujió cuando las trampillas cedieron.
Los cuerpos se mecieron suavemente, como si aún flotaran en el viento.
La multitud se persignó y murmuró oraciones, convencida de haber hecho lo correcto, de haber devuelto el equilibrio a Terrassa. No se dieron cuenta de que, en la bruma que comenzaba a disiparse, un puñado de mujeres con los puños apretados observaba, con una promesa silenciosa en los labios.
La justicia había hablado.
Pero la historia no había terminado.
«La educación de la mujer es la llave de su emancipación y la base de una sociedad más justa» (Gabriela Laperrière de Coni, nacida el 7 de marzo de 1866; si hubiese nacido en otra época más temprana, por decir esa frase, la hubiesen tomado por bruja y decapitado, lapidado o quemado públicamente. Como a las mujeres de Terrassa)
Y que cumplas muchos más de los 63 de hoy, te lo digo con el corazón.
Digue-m'ho al cor
Els seus dits repiquen nerviosos damunt la taula. Els llums del club parpellegen, incòmodes, a ritme de la música. La veu de Taylor Dayne ressona entre els cossos que ballen, però només una persona li importa.
La veu s'enfila dins seu: tell it to my heart, tell me I’m the only one…
Ella juga amb la palleta dins el got, evita la mirada d’ell. Sap què vindrà: un somriure, unes paraules vagues i, al final, el silenci. Sempre el silenci.
—Digues-m’ho al cor —suplica.
Però la música continua i ell només alça les espatlles, com si l’amor fos un eco que es perd entre els baixos.
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