martes, 6 de mayo de 2025

 JUNTOS, PERO MENOS

 

Cuando mi esposa empezó a llamarme “Julio” en vez de “Lucas”, no saltaron las alarmas. Pensé que era una broma, o un nuevo ejercicio de pareja, como esos retos para revivir la chispa. Si había que interpretarlo como un juego de rol geriátrico, yo estaba dispuesto: podía ser Julio, Jacinto o Jesucristo, si eso evitaba discutir sobre el termostato o las sobras del pisto.

—Julio, ¿me traes una manta? Esta casa está más fría que tu entusiasmo sexual —dijo un martes, sin mirar atrás.

Así, con esa puntería suya que tenía para mezclar meteorología, reproches y humor pasivo-agresivo. El comentario me hizo reír, aunque confieso que lo apunté en la libreta donde llevaba años anotando pequeñas humillaciones, por si algún día decidía escribir mis memorias o una demanda.

Lo curioso es que, a pesar del deterioro de nuestra relación, nadie te prepara para el momento en que el amor ya no es drama, sino protocolo. Nos saludábamos como si fuésemos vecinos que comparten buzón, intercambiábamos frases medidas con la precisión de un comité diplomático y aún conservábamos el anillo en el dedo, como si eso fuera suficiente para detener la entropía.

Fue mi neurólogo quien encendió la bengala.

—Lucas, tienes leves síntomas de deterioro cognitivo.

    ¿Cómo de leves?

—Como para perder las llaves en el congelador, pero no aún la dignidad. Lo preocupante es que, estadísticamente, la cosa irá a peor.

    ¿Por la edad?

—No. Por el matrimonio.

Me quedé callado, porque en esos momentos uno duda si el médico te habla o te confiesa algo. Y entonces sacó un gráfico.

—Mire. Según este estudio, los solteros presentan un 40% menos de riesgo de demencia. Divorciados, un 34%. Viudos, un 27%. Casados… —se detuvo con cara de funeral— están jodidos.

    ¿Y si mi mujer me llama “Julio”?

—Eso podría ser una señal… o un síntoma.

Salí de la consulta con una receta y un dilema. El dilema pesaba más. ¿Cómo se lo explicas a tu pareja de 43 años que el matrimonio podría estar causándote amnesia progresiva?

Probé con honestidad:

—Quizás deberíamos plantearnos una separación... profiláctica.

    ¿Profiláctica? —repitió como si le hubiera pedido sexo en grupo con los vecinos del tercero.

—Espiritual. No legal. Nada escandaloso. Solo un poco de espacio. Dormir en habitaciones separadas, reducir la interacción, fingir que somos primos lejanos en una herencia complicada…

    ¿Y si lo que te da demencia no soy yo, sino tu falta de sentido del humor?

Tocada. Pero no hundida.

Pactamos un armisticio. Ella conservaría la televisión principal y yo el control del wifi. Cada uno desayunaría a horas distintas. Nos saludábamos con inclinaciones de cabeza, como exmonarcas en el exilio. Si la convivencia era un campo minado, ahora habíamos trazado una ruta con banderitas para evitar estallar.

Los resultados fueron sorprendentes. A los tres meses, mi memoria mejoró. Recordaba fechas, nombres, incluso el código del portal sin mirar el llavero. Ella, por su parte, floreció como una higuera en primavera: Pilates, ikebana, viajes sola. Tenía una energía que me agotaba solo de verla. A veces pensaba que había estado contenida durante años, como un animal hermoso y peligroso en una jaula con papel pintado.

Un domingo nos cruzamos en el pasillo —zona neutral, suelo de parquet, iluminación indirecta— y nos detuvimos como dos diplomáticos forzados a convivir en Ginebra.

    ¿Cómo estás, Julio? —preguntó con una sonrisa inesperadamente cálida.

—No lo sé, Clara. Hoy me llamo Lucas.

—Ah. Entonces no eres el que cocinaba arroz al horno.

—No, ese murió en el 87, según tus relatos.

—Sí. Qué pena.

Y siguió su camino, como si no acabara de arrastrar con elegancia los escombros de nuestro amor.

Cuando murió, lo hizo sin ruido. Sin avisar. Una muerte tibia, de esas que no encuentran drama porque ya no hay público para llorar. En la nota que dejó —ella siempre fue meticulosa— figuraban instrucciones precisas: urna biodegradable, flores amarillas y una inscripción simple:

“Siempre juntos, pero menos”.

Esa fue su última genialidad. Ni el testamento, ni el sudoku sin resolver en la mesilla, ni los libros subrayados con furia contenida. Solo esa frase, que aún hoy repito como un mantra o un diagnóstico.

Yo sigo vivo. No más lúcido, pero sí más solo. A veces creo que ser viudo no me salvó del olvido. Me dio tiempo. Tiempo para reconstruir quién era antes de que me rebautizaran, antes de que el amor se pareciera tanto a la costumbre.

Ahora, cuando alguien me pregunta si volvería a casarme, solo digo:

—Una vez fue amor. La segunda sería negligencia médica.

«El disimulo es el alma de la política» (Diego de Saavedra Fajardo, nacido el 6 de mayo de 1584, 441 años después comprobamos que el alma de la política sigue siendo la misma)

Y que cumplas muchos más de los 77 de hoy y espero que hayas solucionado el dilema que te arrastra desde jovencita.

La tercera opció

Ell no ho sap. Tu tampoc.

He estat vostra, a estones. He fingit, he volgut, he rigut de debò.

Però avui, mentre un d’ells em pregunta “amb qui et quedes?”, ressona Mary MacGregor per dins.

Torn between two lovers...

Mentida.

No estic entre dos. Estic fugint dels dos.

He fet la maleta petita, la de les veritats. He apagat el mòbil i he deixat la nota al mirall:

“Gràcies per estimar-me com si fos vostra. Però resulta que sóc meva.”


 

 

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