LAS BISAGRAS DEL AIRE
Nunca fui buena cerrando puertas, pero peor aún fui encontrándolas.
Durante años me dediqué a tocar paredes, convencida de que algo se abriría si insistía lo suficiente. El muro del matrimonio, el tabique amable del trabajo, el biombo color pastel de las expectativas ajenas. Ninguno cedió. Lo más parecido a una rendija era la fatiga que se colaba por mis ojos cuando creía estar haciendo lo correcto.
Recuerdo que todo cambió el día que no supe por qué me desperté. No era la alarma, no era el ruido del camión de la basura ni las goteras que fingíamos no oír. Simplemente abrí los ojos. Como si algo —o alguien— me hubiera llamado con la suavidad de un roce, con esa voz que no se oye, pero empuja.
Salí de la cama como se sale de un teatro a mitad de función: sin saber si lo importante ya pasó o está por venir. Caminé hasta el salón, y allí estaba. Una puerta. Alta. Estrecha. De madera vieja, con el pomo oxidado y una bisagra que suspiraba aire en lugar de chirriar. Ninguna pared la sostenía. Ningún marco la enmarcaba. Solo estaba.
Mi primer impulso fue el más lógico: pensar que soñaba. El segundo fue más honesto: no me importaba.
Me acerqué. La madera tenía vetas que se movían levemente, como si respiraran. La toqué. Estaba tibia, como un cuerpo esperando que alguien lo abrace. Dudé.
Ahí fue cuando apareció él.
No sé cómo llamarlo. No era un hombre, pero tampoco un fantasma. Tenía los hombros caídos de alguien que carga verdades y una mirada que no necesitaba ojos. No hablaba. Tampoco hacía falta. Me hizo una pregunta sin palabras:
— ¿Estás lista para lo que no esperas?
Podría haber dicho que no. Que tenía una reunión. Que debía preparar la cena. Que ya era tarde para buscar puertas cuando uno ha aprendido a convivir con las cerraduras. Pero no dije nada. Solo giré el pomo.
Del otro lado, nada era espectacular. No había paraísos, ni música, ni revelaciones. Solo una casa como la mía, pero distinta. El mismo sofá, pero sin la hendidura de su cuerpo. La misma mesa, pero sin los manteles de los domingos obligados. Un espejo, pero sin la sombra de su reflejo detrás del mío.
Y lo supe. No era otro mundo. Era el mío, sin todo lo que fingí querer.
Me senté en el suelo. Lloré sin rabia, sin pena, sin historia. Lloré como quien abre un grifo por primera vez, solo para comprobar que fluye. Afuera, la puerta seguía en pie, esperando algo. O a alguien.
No volví a verla desde entonces. Pero a veces, al cerrar los ojos, oigo sus bisagras de aire.
Y me basta.
(De mi colección de relatos "Arquitecturas invisibles. Lo que se abre cuando nadie mira)
«Cuando todo parece perdido, es cuando el corazón empieza a luchar de verdad» (Henryk Sienkiewicz, nacido el 5 de mayo de 1846 para ser premio Nobel de literatura en 1905 y para enseñarnos lo que es un espíritu indomable)
Y que cumplas muchos más de los 37 de hoy, pero muchos y con esa voz que me tiene, me tiene... vamos que me tiene.
Diumenges d’absenta
No et vaig tornar a veure.
Ni a les voreres mullades, ni al cafè on recitaves Bukowski entre xocolates amb
mel.
El teu nou amor somriu a les fotos com si mai t’hagués conegut plorant.
Jo vaig fingir que m’alegrava, com diu la cançó.
Després vaig fer cremar el teu nom a l’encenedor verd que encara olia a tu.
Et recordo, sí.
Però ja no t’espero.
Només els diumenges, quan l’absenta baixa suau i la ràdio s’equivoca amb
l’algoritme.
I, per descomptat, bonus track (Hello-Hola)
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