sábado, 28 de junio de 2025

EL HOMBRE DEL CEPO

Nunca imaginé que terminaría atascado en un cepo medieval en Mdina, la llamada Ciudad del Silencio. Aunque, si lo pienso bien, el silencio me ha perseguido toda la vida, como un amante tóxico que aparece cuando menos lo esperas.

Hoy me metí aquí por un capricho: "¡Venga, una foto divertida!", me gritó mi mujer, mientras la mirada de aquel maniquí detrás mío me perforaba el cogote con una paciencia de verdugo jubilado.


Desde aquí veo pasar turistas que creen que la historia cabe en un selfie. Miro hacia el callejón de Bacchus, ese restaurante que promete vino y secretos en un solo trago. Huelo el aire seco que se cuela por los muros y pienso que cada piedra de Mdina podría contarme mejor mi propia historia que cualquier terapia moderna.

—¿Te duele? —me preguntó un niño que pasó corriendo.

—Solo el alma, chaval —le contesté, pero se rió y siguió corriendo.

 

Desde este cepo escucho los pasos que resuenan en la puerta principal de Mdina, esa entrada teatral donde los turistas se creen caballeros por un instante antes de volver al hotel con minibar. Escucho las conversaciones rebotar entre las paredes, como susurros de fantasmas que nunca aprendieron a despedirse.

El otro día, vi a una pareja discutiendo en la plaza del pozo, el mismo que espera deseos que nadie se atreve a formular. Ella lloraba en silencio y él miraba el fondo, quizás buscando el reflejo de un "perdón" que nunca llegará. Yo, con la cabeza atrapada aquí, entendí que la mayor prisión no siempre lleva barrotes ni cadenas.

Al atardecer, cuando el sol acaricia las murallas de Senglea y las convierte en un lienzo de fuego, siento que Mdina me observa. O quizás es La Valeta, con su laberinto de balcones y banderas ondeando como heridas abiertas. No sé, desde este ángulo, todas las ciudades parecen confesarse conmigo.


Y pienso en la torre de vigilancia del bastión de los Jardines de la Barrakka, esa que lo ve todo pero no dice nada. Me pregunto si también guarda secretos, o si se ríe en silencio de nuestras pequeñas tragedias.

A veces me creo invisible. Otras, me siento un profeta atrapado en un show turístico. Pero siempre, siempre, pienso que este cepo no está hecho solo de madera: está hecho de todas las decisiones que no tomé, de los besos que no di y de las disculpas que me guardé como monedas en un bolsillo roto.

Si algún día me suelto, prometo no volver a entrar. Aunque, para ser sincero, sospecho que ya no sabría caminar sin el peso dulce de mis propias cadenas.

«La paz no es solamente la ausencia de guerra, sino la presencia de justicia» (Carl Friedrich von Weizsäcker, nacido el 28 de junio de 1912 para decirnos. de otra manera, la famosa frase final de la película “Las bicicletas son para el verano” cuando el padre, republicano, le dice a su hijo al acabar la guerra civil espanyola: “Ahora no ha llegado la Paz, ha llegado la victoria”)

Y que cumplas muchos más de los 46 de hoy y no desesperes, aunque no salgas en el vídeo, se te oye tocar la guitarra.

Ressorgir

Vaig cridar tan fort que em van tremolar les pestanyes. Ningú va respondre.

Vaig somriure com qui enganya la lluna, mentre dins meu alguna cosa colpejava la pell, desesperada per sortir.

Una mà —potser era la meva pròpia consciència— em va arrossegar cap a la superfície d’un somni humit i trencadís.

Allà vaig veure els meus ulls reflectits: eren d’un blau més fred que un hivern oblidat.

I en aquell instant, vaig entendre que no calia ningú per despertar-me. Només calia atrevir-me a obrir els ulls i recordar qui era.



 


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