VITRINA CON LUZ DE NEÓN

A medianoche, la ciudad suspira como si apagara velas invisibles. El neón del escaparate tiembla un instante —nadie sabe si por el viento o por la costumbre de fallar— y una franja roja se desliza por el cristal, igual que un párpado cansado que decide abrirse a medias.
Dentro, los maniquíes siguen en su vigilia.
Él mira hacia la avenida reflejada, donde pasan taxis con el maletero lleno de historias que no se detienen. A veces imagina que uno frena justo frente a él, que alguien abre la puerta y dice sube, como si un cuerpo de plástico pudiera obedecer invitaciones humanas.
Ella escucha el rumor del cierre metálico en el fondo de la tienda. Ese sonido es su madrugada privada: cada noche, el mismo chirrido que podría ser el comienzo de un cuento o el final de un turno. Entre unas cajas torcidas, ve una silla plegada, y algo en su postura —esa manera de esperarlo todo sin esperar a nadie— le enciende un domingo que no vivió.
El perfume abierto en la repisa derrama un hilo tibio que se mezcla con el polvo acumulado. Ese aroma los convoca. Él se inclina apenas, no por rebeldía sino por impulso; ella responde con un gesto mínimo, casi imperceptible, como si hubiera oído el nombre que jamás tuvo. El vidrio recoge el movimiento en un tic seco: una memoria nueva, o quizá un secreto que recién ahora se atreve a hablar.
El amanecer llega sin pedir permiso. La dependienta entra arrastrando una bufanda y algo que parece tristeza, aunque podría ser simple sueño. Les quita la ropa con una delicadeza que no busca ternura, solo rutina. Intercambia prendas, colores, texturas. Él hereda la cazadora con olor a calle mojada; ella recibe el blazer que huele a traje recién planchado y a promesas sin firmar.
Los turistas aparecen como un oleaje. Flashazos de móvil, risas que se evaporan rápido, pasos que no recuerdan lo que pisan. El neón, agradecido por la compañía, late más firme, dibujando un marco de luz alrededor de cuerpos que no pidieron ser mirados.
Ellos vuelven a encontrarse, silenciosos, bajo la ropa ajena. Algo ha cambiado. No la postura; no la tela. Es esa especie de certeza que aparece en las grietas: la intuición de que la libertad no depende del disfraz sino de aquello que no se ve, ese alambre que dobla sin romper, que sostiene sin preguntar.
La ciudad abre los ojos por completo.
Ellos siguen allí.
El resto —lo que desean, lo que temen, lo que quizá ya saben— queda fuera del cristal, esperando que alguien lo imagine.
«Cuando vemos una Línea, vemos algo largo y brillante; el brillo, igual que la longitud, es necesario: si el brillo desaparece, la Línea se extingue.» (Edwin Abbott Abbott, nacido el 20 de diciembre de 1838, vino a decir que lo que no sabemos nombrar no lo vemos. Haced la prueba para ver algún@ polític@ que no mire por los intereses de su partido)
No sé si tendrá algo que ver pero hoy celebramos el 78 cumpleaños de Gigliola Cinquetti bajo una lluvia intensa. Ella lo sigue cantando muchos años después.
El paraigua que em sobrava
A la sortida del metro, la pluja em va clavar agulles fredes al clatell. Vaig obrir el paraigua per instint, com qui es posa una excusa. Llavors et vaig veure: molla, rient amb la boca plena de ciutat, sense pressa per protegir-te de res.
—No et molesta? —vaig dir, assenyalant el cel.
Vas negar amb el cap i em vas tocar el canell: pell tèbia, olor de sabó barat. Vaig plegar el paraigua.
La pluja va continuar… però ja no m’assenyalava a mi.
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