jueves, 13 de marzo de 2025

 CUANDO LA TIERRA APRENDIÓ A SOÑAR

 

La Tierra, en su soledad cósmica, no giraba; tambaleaba. Era una carcasa azul pálido, atrapada en un vals sin música, sin pareja, sin pausa. No había mareas que danzaran con las olas, ni eclipses que dibujaran sombras de misterio. Las estaciones, caprichosas y ausentes, eran un concepto tan vacío como el propio cielo, donde no había estrellas que contar, ni lunas con las que soñar.

Los humanos—si es que así podían llamarse—no miraban hacia arriba. ¿Para qué? Arriba solo estaba la nada. Su mundo era brutal: tormentas que desgarraban montañas, vientos que arrancaban la esperanza de raíz. El eje del planeta, sin la disciplina de un satélite fiel, oscilaba como un borracho al borde del abismo, condenando regiones enteras a heladas mortales o incendios abrasadores sin previo aviso. Las aguas, sombrías y estancadas, eran un espejo sucio de su miseria.

No había historia que contar, porque sin tiempo no hay memoria, y sin memoria no hay humanidad.

Pero entonces, llegó Ella.

Primero, fue una mancha en el horizonte. Una luz pálida, flotando entre el caos cósmico, una intrusa en el silencio eterno. La Tierra, hambrienta de compañía, la atrajo. La Luna se dejó seducir por esa llamada silenciosa y cayó en su abrazo gravitatorio. Y de repente, el caos tuvo un ritmo.

El primer susurro fue el de las mareas. Las aguas se levantaron como si despertaran de un sueño milenario, bailando al compás de un nuevo latido. Los océanos respiraron hondo y, en su vaivén, comenzaron a mezclar vida, nutrientes, promesas. La Tierra, por primera vez, respiró con ella.

El eje del planeta, antes errático, halló su equilibrio. Y con la estabilidad, llegaron las estaciones: el invierno enseñó paciencia, el verano, celebración; la primavera trajo esperanza, y el otoño, sabiduría. El ciclo de la vida se escribió en cada hoja caída, en cada flor naciente.

Los humanos alzaron la vista.

No por miedo, sino por asombro.

La Luna era un espejo que devolvía más que luz; devolvía preguntas. ¿Por qué cambia su rostro? ¿Por qué desaparece y vuelve? ¿Qué hay más allá de esa esfera de plata? El tiempo nació en sus fases: los días se contaron, las lunas se midieron, y el primer calendario se esculpió en piedra, no por vanidad, sino por necesidad de entender el latido del cielo.

Las noches dejaron de ser abismos de terror para convertirse en lienzos de contemplación. Los primeros poemas fueron susurros a la Luna, las primeras canciones, ecos de su misterio. Los eclipses se convirtieron en teatro divino, en recordatorios de que incluso la oscuridad más total era temporal.

Y con cada mirada hacia arriba, la humanidad creció. Inventaron mitos para explicarla, historias para humanizarla. Diosas de plata, lobos hambrientos, amantes eternos: la Luna fue todas esas cosas y ninguna a la vez. Era, simplemente, la musa silenciosa que inspiró el primer fuego de la civilización.

La ciencia nació bajo su luz. Los humanos construyeron observatorios para seguir su danza, descifraron sus secretos con una mezcla de temor y admiración. Cada cráter contado era un poema sin palabras, cada ciclo predecible, una victoria contra el caos.

La Luna no solo trajo el tiempo, trajo la idea de trascendencia. Si algo tan lejano podía ser comprendido, ¿qué más era posible?

La soledad de la Tierra terminó con su llegada. La Luna no solo estabilizó un planeta: enseñó a soñar.

Y así, bajo su luz plateada, los seres humanos aprendieron que incluso en el vasto vacío del universo, a veces, un solo compañero basta para que todo tenga sentido.

«El hombre, por su naturaleza, está destinado a progresar constantemente hacia la perfección» (Charles Bonnet, nacido el 13 de marzo de 1720 es decir, han pasado 325 años desde su nacimiento y, afortunadamente, seguimos progresando. Digo afortunadamente porque la perfección debe ser muy aburrida)

Y que cumplas muchos más de los 86 de hoy junto a tu querida Carol, viendo como cae la lluvia casi de primavera.

Riure sota la pluja

L’Anna caminava sota la pluja sense pressa, el cabell xop enganxant-se-li a les galtes. No li importava. L’aigua li refrescava la pell, i el fred li semblava una carícia. Ell la va atrapar pel canell i la va girar amb suavitat.

—Estàs xopa.

—També feliç.

Ell va riure, deixant-se esquitxar. La va besar, amb el gust de la pluja entre els llavis, amb la certesa que aquell moment, amb els peus enfangats i el món borrós d’aigua, era perfecte. No calia res més. Només riure. I la pluja.


 

 

 

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