LA MALDICIÓN DE LA LUNA LLENA
En el pueblo, la luna llena no era solo un fenómeno astronómico; era un pacto silencioso entre los amantes. Bajo su resplandor, las declaraciones de amor se hacían eternas o se deshacían como ceniza al viento.
Juan lo había soñado. María lo había temido.
—Este es el momento perfecto —pensó Juan mientras deslizaba el anillo en su bolsillo, sintiendo su latido acompasado con la expectación.
—Este es el peor momento —pensó María mientras ensayaba mentalmente las palabras de ruptura, sintiendo su corazón tamborilear con ansiedad.
La cena estaba servida. Un restaurante de luces tenues, mantel blanco y violinista desafinado en la esquina. Juan había elegido el lugar con esmero, ignorando el hecho de que María odiaba los clichés románticos.
—Estás muy guapa esta noche —dijo él, con una sonrisa torpe.
—Gracias —respondió ella, removiendo el vino en su copa.
Un silencio denso se instaló entre los dos. En la calle, un perro aulló a la luna.
—Tengo una sorpresa para ti —dijeron al mismo tiempo.
Juan se rió, nervioso. María no.
—Déjame ir primero —dijo él, y antes de que María pudiera reaccionar, ya estaba hincando la rodilla en el suelo. Sacó el anillo, lo presentó con ambas manos, como si sostuviera un cáliz sagrado.
—María, eres el amor de mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?
El violinista erró una nota. El perro volvió a aullar. La luna se ocultó un segundo tras las nubes, quizás avergonzada.
María exhaló.
—No puedo aceptar.
El silencio fue una cuchillada seca. Juan pestañeó, sin comprender.
—¿Cómo que no puedes?
—Me voy a Hollywood. Me han dado un papel en una película. Me voy la próxima semana.
Juan sintió que se caía en un agujero sin fondo. Se agarró al mantel, derramando el vino.
—Eso no importa. Podemos esperar. Yo te esperaré.
—Juan… no entiendes. No quiero que me esperes.
—Pero… nos amamos.
María se llevó la mano a la frente.
—No, Juan. Tú me amas. Yo te quiero… pero como se quiere a un sofá cómodo. Como se quiere a un paraguas cuando llueve. No quiero esto.
El agujero en el que caía Juan se convirtió en un pozo sin fondo.
—Yo puedo cambiar. Puedo ser más divertido, más… más lo que necesitas.
María se rio, pero no con alegría.
—No quiero que cambies. Quiero que te vayas.
La sangre de Juan se convirtió en un torrente hirviente.
—¡Pero yo soy el hombre de tu vida!
—No. Eres el hombre de mi aburrimiento.
Las palabras cayeron como un trueno. El violinista dejó de tocar. El perro dejó de aullar. La luna miró de reojo, sin intervenir.
—¡Tienes que obedecerme! —gritó Juan, apretando los puños.
—¡No soy tuya!
—¡Eres un monstruo!
—¡Eres un idiota!
—¡Eres una bruja!
—¡Eres un cerdo!
Los insultos rebotaban como un eco violento entre las paredes del restaurante. El camarero se esfumó en la cocina. Un comensal dejó caer su tenedor.
Juan respiró hondo. María hizo lo mismo. Se miraron como dos gladiadores que saben que uno debe caer.
—Me largo —dijo ella, levantándose de la mesa.
—Tienes que arrepentirte —gruñó él.
—Arrepiéntete tú de haber perdido tanto tiempo.
Juan abrió la boca, pero no salió sonido alguno. María se giró y se fue, sin mirar atrás.
Él se quedó solo, con un anillo en la mano y un vacío en el pecho. La luna, cansada del drama humano, decidió ocultarse tras una nube.
En la calle, el perro volvió a aullar.
Juan, por primera vez en su vida, entendió el significado de ese lamento.
«Las máquinas no son más que extensiones de la fuerza humana, diseñadas para ahorrar trabajo y multiplicar la potencia del hombre» (John Theophilus Desaguliers, nacido el 12 de marzo de 1683, lo malo es que somos tan perezoso que esperamos que las máquinas entonces y ahora la inteligencia artificial, hagan todo el trabajo por nosotr@s. Y eso nos conducirá a la extinción)
Aunque hace 8 años que "ya no está entre nosotr@s" el vídeo viene que ni pintado para describir la escena del relato.
Després de Tot
Cada nit, ella apagava el llum i s’enfonsava en el coixí amb el cor ple de silencis. Les hores s’estiraven com un fil prim, entre la resignació i l’esperança. Després de tot, havia après a conviure amb les absències.
Però una matinada, quan el vent li va bufar suaument les cortines, el telèfon va sonar. La seva veu. Aquella veu. Encara càlida, encara a casa.
—Ho sento...
Ella va somriure amb els ulls clucs. No calia dir res més. Després de tot, l’amor, fins i tot ferit, sempre troba un camí per tornar.
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