martes, 11 de marzo de 2025

LOS QUE CAEN Y LOS QUE VUELAN


La primera vez que soñó que caía, despertó sobresaltado, con el corazón tamborileando en su pecho como si realmente hubiera impactado contra el suelo. Pero no había suelo. No lo había en el sueño, y no lo había en la vida real. Solo la sensación de caída, la certeza de estar desplomándose sin red.

La primera vez que su amigo le contó que soñaba con volar, sintió una punzada de envidia. Para Rubén, los sueños eran livianos, ascendía sobre ciudades, se impulsaba con los brazos y las corrientes lo mecían con dulzura. Cada noche una nueva travesía aérea, cada despertar una resaca de plenitud. Para Álvaro, en cambio, la gravedad era una sentencia. Nunca volaba. Solo caía.

—Es curioso, ¿no? —dijo Rubén una tarde, removiendo el café sin ganas—. Siempre soñamos lo contrario.

—No tiene nada de curioso —refunfuñó Álvaro—. Es estadística. Uno gana, otro pierde.

Rubén rio, como si todo le pareciera simple. Álvaro quiso arrancarle la sonrisa de la cara. No lo hizo. En su lugar, investigó. Buscó en libros de interpretación de sueños, consultó foros esotéricos, incluso asistió a una charla sobre simbología onírica. Nada le dio una respuesta clara, solo explicaciones vagas sobre el control y la libertad, sobre miedos y anhelos reprimidos. Ninguna teoría servía para explicar por qué Rubén flotaba y él se desmoronaba cada noche.

El día que Álvaro perdió su empleo, la caída en el sueño fue aún más violenta. Se precipitó a una velocidad imposible, la presión le cerró la garganta y se despertó con la mandíbula tensa y un sudor frío empapándole la frente. El día que Rubén consiguió un ascenso, soñó que volaba más alto que nunca, tan alto que llegó a tocar el borde de la atmósfera. A la mañana siguiente, Rubén dijo que tenía la sensación de haber dormido mejor que nunca. Álvaro sintió que no había dormido en absoluto.

—¿Y si estamos conectados? —sugirió Rubén, con la cabeza ladeada—. Como en un sistema de compensación. Si yo subo, tú bajas.

Álvaro bufó. Pero la idea no lo abandonó. Se convirtió en una sospecha, luego en una certeza. Empezó a tomar notas, a registrar los momentos en que caía con más violencia y compararlos con las pequeñas victorias de su amigo. Descubrió un patrón. Cuando Rubén tenía un buen día, él dormía mal. Cuando Rubén volaba más alto, él se desplomaba sin freno.

Un día, decidió hacer una prueba. Se sumió en el sueño con una idea fija: resistir. No caer. Por primera vez, cuando el vacío lo arrastró, pataleó en el aire, agitó los brazos como si nadara en un océano invisible. Algo cambió. La caída desaceleró, se sintió más ligero. Y entonces, vio a Rubén.

No flotaba. No ascendía. Por primera vez en años, su amigo estaba en el suelo, mirándolo con una expresión de perplejidad y pánico.

Álvaro despertó sonriendo.

Aquella mañana, Rubén llegó con ojeras y una taza de café que no bebía.

—Soñé que caía —dijo, frotándose la frente—. Fue horrible. No pude controlarlo.

—Bienvenido al suelo —respondió Álvaro, disfrutando el primer bostezo plácido que recordaba en mucho tiempo.

«La civilización moderna ha despreciado la feminidad, y al hacerlo, ha debilitado la esencia misma de la sociedad» (Alice von Hildebrand, nacida el 11 de marzo de 1923; particularmente me cuento entre los que aprecian la feminidad en todas sus vertientes, nos da esencia a todos los demás)

Este amigo se fue con 79 años, hoy hubiese cumplido 85... yo le diría: se han ido tant@s.

El silenci que queda

Quan un amic se'n va, la casa s'omple de buits. La cadira que ja ningú mou, la tassa que roman intacta al prestatge, el silenci que es torna espès com un cafè oblidat. No hi ha més trucades improvisades, ni aquelles riallades que desafiaven el temps.

Però enmig d'aquest desert de records, una brisa suau acarona la pell: és la seva veu en la memòria, la seva mà en el record, el seu somriure en cada posta de sol. Potser no ha marxat del tot. Potser, en realitat, mai ho farà.


 

 

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