lunes, 10 de marzo de 2025

 RELOJES ATRASADOS


Yo siempre fui de esos que llegaban tarde a todas partes, pero jamás imaginé que la vida entera podría pasarseme igual. A los treinta, cuando todos hablaban de relojes biológicos con urgencia de alarma nuclear, yo me reía y brindaba a la salud de mis insomnios, tan ocupado en vivir que olvidaba vivir realmente. Mis días eran kilómetros de autopistas atascadas de trabajo y de bares que ahora no existen, noches de fiesta en salas ya clausuradas, amores fugaces con nombres que hoy apenas recuerdo.

A mis cuarenta, los primeros golpes del tiempo llegaron disfrazados de detalles mínimos: esa primera cana rebelde que arrancas convencido de que no volverá; esa arruga que intentas suavizar con cremas absurdamente caras. Ahí empecé a entender que el tiempo era implacable, aunque seguía creyendo que podía negociar con él, como quien regatea en un mercadillo.

Cuando cumplí cincuenta, la juventud se había transformado en un abrigo demasiado gastado para protegerme del frío de la realidad. Mis amigos hablaban de hijos que se graduaban, de matrimonios que resistían el desgaste con obstinación admirable y del nieto que les había devuelto la sonrisa perdida. Yo, por otro lado, me sentía atrapado en una fiesta en la que ya no conocía a nadie, bebiendo solo en la barra mientras la música cambiaba.

Entonces llegó Claudia, inesperada como un bis en el concierto de un artista que siempre amaste. Nos reencontramos en una reunión anodina de antiguos compañeros, entre abrazos forzados y conversaciones incómodas sobre hipotecas y colesterol. Ella, sin embargo, lucía como quien ha firmado un pacto secreto con el tiempo: radiante, serena, con una belleza que nacía de aceptar los años, no de ocultarlos.

Aquella primera noche apenas intercambiamos un par de frases, pero sus ojos me hicieron entender que habíamos perdido el mismo tren. Semanas más tarde, nos encontramos casualmente en un concierto de Serrat, uno de esos cantantes cuya voz envejece contigo, volviéndose más profunda, más honesta. Mientras Joan cantaba aquello de que nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio, Claudia me tomó la mano, y sin decirnos nada más, decidimos que ya no había tiempo para perder el tiempo.

Los encuentros se hicieron frecuentes y largos. De las cenas informales pasamos a conversaciones eternas en su pequeño balcón del Eixample, escuchando el rumor nocturno de Barcelona, compartiendo una botella de vino y confesiones que ya no buscaban impresionar. Ella comprendía las cicatrices de mis decisiones tardías; yo admiraba la serenidad con la que llevaba las suyas.

Hablábamos de películas de Almodóvar, series de Netflix, crisis económicas que ya habíamos visto antes, de amigos que se esfumaron con el tiempo, de padres que ya no estaban, de generaciones que crecieron entre dictaduras y libertades, y que ahora no sabían qué hacer con tanta modernidad. Había entre nosotros una complicidad tejida en recuerdos de canciones, veranos perdidos y amores fugaces que ahora parecían más valiosos en retrospectiva.

No tardé en darme cuenta de que Claudia no había llegado tarde a mi vida; había llegado justo cuando yo estaba dispuesto a detenerme para verla pasar. Con ella aprendí a aceptar lo irreversible del calendario, sin luchas inútiles ni resistencias absurdas. Nos convencimos juntos de que todavía había tiempo para reinventarse, no como padres o amantes juveniles, sino como cómplices maduros de un último baile, conscientes de que el reloj corre más rápido ahora, pero decididos a bailar hasta la última nota.

Hoy tenemos sesenta años y compartimos una vida sencilla, impregnada de pequeñas alegrías: caminatas matutinas por la Rambla, exposiciones en museos donde ya nos reconocen, conversaciones pausadas en cafés donde la gente corre sin mirarse. Hemos aceptado que quizás no dejaremos grandes huellas, pero no necesitamos hacerlo.

El tiempo ya no es nuestro enemigo, es un viejo amigo que nos acompaña recordándonos discretamente que todo esto es temporal. Ya no busco negociar con él, sino responder a su pregunta constante: ¿qué harás ahora con lo que queda?

A mis sesenta años, estoy comenzando a descubrir que la vida tiene más puertas de las que pensaba. Y mientras tomo la mano de Claudia cada mañana, tengo la sensación inquietante y deliciosa de que aún no conozco todas las respuestas. Pero esta vez, eso ya no me preocupa. Al contrario: me emociona.

«La ironía es la forma más elevada de la sinceridad.» (Friedrich von Schlegel, nacido el 10 de marzo de 1772; leyendo esta frase me he dado cuenta de lo sincero que soy)

Y que cumplas muchos más de los  78 en compañía de los de tu banda, sin ellos tu música sería otra.

L’última nota

Quan sonava aquella cançó, el Martí tancava els ulls i la sentia com una explosió al pit. Tornava sempre al mateix instant, al cabell llarg de la Júlia, a la seva rialla fugissera que s’escolava pels carrers estrets de Girona, a les tardes quan ell encara sabia estimar sense por. Però la música es fonia sempre ràpidament, com la boira damunt del Ter. Al obrir els ulls, només quedava la sala buida, el record apagat, i aquell vell tocadiscos que s'entestava a repetir-li que hi havia sensacions que sempre serien més grans que la memòria.


 

 

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