lunes, 28 de abril de 2025

 LA LUZ AL FINAL DEL TÚNEL

 

Nunca imaginé que la civilización podría terminar un lunes por la tarde, justo cuando estaba por subir una foto de mi tostada de aguacate a Instagram. El apagón llegó con puntualidad europea, sincronizando relojes desde Lisboa hasta Varsovia. Un fallo masivo que, en cuestión de segundos, nos devolvió al siglo XIX, aunque esta vez sin la cortesía de tener velas en casa.

"No os preocupéis, todo está bajo control", anunció con confianza inexplicable una ministra por radio antes de que las emisoras colapsaran también. Siempre me había fascinado la capacidad que tienen nuestros líderes para decir precisamente lo contrario de lo que está ocurriendo con la mayor seriedad posible. En cuestión de horas, la "situación controlada" significaba no tener comunicaciones, electricidad, ni transporte. El pánico generalizado, sin embargo, brillaba por su ausencia.

En medio del caos, descubrí que mi vecina, Ana, profesora jubilada de historia, guardaba una radio de pilas tan antigua como confiable. Nos reunimos varios vecinos en su terraza, en una suerte de asamblea improvisada, recordando aquellos tiempos del confinamiento, cuando aprendimos que la única política realmente efectiva era la que se hacía entre balcones y escaleras.

"Esto parece el ensayo general de algo peor", dijo Ana, ajustando el dial. Una voz metálica repetía instrucciones inútiles: "Mantengan la calma y esperen instrucciones oficiales". Nos miramos con ironía. ¿Instrucciones oficiales? Ni siquiera habíamos recibido una disculpa por los impuestos subidos con tanta eficacia meses atrás.

Pronto, nos llegaron noticias dispersas y caóticas, a través de aquella voz metálica que escapaba de las interferencias. Hablaba de sabotajes cibernéticos, de ataques posiblemente vinculados al conflicto en Ucrania. Otra vez Europa convertida en tablero de ajedrez de líderes lejanos, mientras los peones esperábamos instrucciones que jamás llegarían.

Lo curioso fue comprobar que, a pesar de todo, la vida continuaba. Los supermercados, sin cajas registradoras, organizaron trueques espontáneos. Los médicos, sin ordenadores, retomaron el noble arte del diagnóstico con estetoscopios y preguntas directas. Los adolescentes, liberados del móvil, descubrieron que la calle y la conversación eran nuevas formas de entretenimiento. Hasta yo olvidé por momentos la foto perdida del aguacate.

Pero los que gobernaban, aquellos tan bien entrenados en discursos vacíos y promesas tecnológicas, parecían incapaces de funcionar sin las pantallas y sin los gráficos coloridos que adornaban sus intervenciones. Su silencio, lejos de generar caos, produjo en realidad un curioso alivio.

"Quizá estamos mejor así", murmuré en voz alta, recibiendo una sonrisa cómplice de Ana.

Finalmente, llegó la noche. La más oscura que recordaba haber visto. Sin contaminación lumínica, el cielo nos reveló una vía láctea olvidada, imponente en su esplendor ancestral. Entonces pensé que quizá no había sido un apagón, sino un encendido; una invitación a reflexionar sobre nuestra arrogancia, nuestra dependencia absurda de una tecnología que no controlamos y sobre la fragilidad disfrazada de progreso.

Al amanecer, aún sin electricidad, descubrimos que nadie esperaba ya instrucciones oficiales. Tal vez, después de todo, la luz al final del túnel siempre habíamos sido nosotros.

 

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