LINA A CONTRALUZ
Beige
Lina nació envuelta en lana sin teñir.
Su madre decía que el beige combinaba con todo. Lo que no decía era que también
desaparecía en todo.
Creció sin adornos, sin escándalo, sin brillos.
Era la niña que no molestaba. Que no exigía. Que no preguntaba de más.
El beige la protegía del ruido.
Pero también del eco.
Azul
A los catorce, Lina descubrió el deseo en una piscina pública.
No el suyo: el de los otros.
Los ojos de un desconocido la siguieron bajo el agua como si fueran anzuelos.
Sintió por primera vez el peso dulce del azul:
ese tirón hacia lo profundo, hacia lo oculto, hacia lo que no se dice pero se
desea.
El azul la hizo dudar.
Y el silencio le pareció un océano entero.
Negro
A los diecinueve se vistió de luto sin motivo.
Nadie había muerto. Salvo quizá esa versión de ella que sonreía por educación.
Lina descubrió el negro como refugio.
No necesitaba explicar nada.
Solo estar.
Solo observar.
Era como aprender a existir sin que nadie te pida entusiasmo.
Rojo
A los veinticinco se enamoró.
No del tipo correcto. Ni en el momento justo.
Pero con una intensidad que le hacía doler los dientes.
El rojo no fue amor.
Fue fiebre.
Fue latido fuera de ritmo.
Y cuando terminó, no quedó ceniza.
Quedó una marca.
Una línea fina entre las costillas que ardía cada vez que lo recordaba.
Verde
Lina dejó la ciudad a los treinta.
Sembró lechugas, se tiñó el pelo de cobre y empezó a hablarle a las plantas.
No por locura.
Por necesidad de escucha.
El verde la envolvió sin exigirle transformación.
La dejó respirar.
Y ella entendió que no todos los cambios deben florecer.
Algunos solo necesitan seguir creciendo, despacio.
Blanco
Volvió al papel en blanco a los treinta y cinco.
Literalmente.
Escribía cartas que nunca enviaba.
Listas que no pensaba cumplir.
Poemas sin rima, sin destino.
El blanco era eso: una pausa.
Una habitación sin muebles.
Un suspiro sin eco.
Gris
Los cuarenta llegaron sin aviso.
Con lluvia leve, con horarios repetidos, con salud aceptable.
Todo estaba... bien.
Demasiado bien.
El gris se instaló como una alfombra que no cambia pero acumula polvo.
Lina se miraba al espejo y se veía difusa.
No infeliz.
Solo apagada.
Solo espera.
Amarillo
Un día, sin plan, se compró un vestido amarillo.
No por alegría.
Por rabia.
Por rebeldía.
Por ganas de brillar aunque fuera cinco minutos.
Se lo puso para ir a comprar pan.
Una anciana le dijo:
—Qué
bonito color. Parece que el sol la persigue.
Y Lina sonrió, sabiendo que no
era verdad.
Pero por fin, había luz.
Aunque doliera.
Aunque fuera prestada.
Epílogo: Contraluz
Lina no era un color.
Era el lienzo donde todos se habían atrevido a posar.
Beige la moldeó.
Azul la llamó.
Negro la protegió.
Rojo la partió.
Verde la contuvo.
Blanco la sostuvo.
Gris la cubrió.
Y amarillo la empujó.
No eligió los colores.
Pero aprendió a mezclarlos.
Y en ese instante exacto, justo antes del crepúsculo, cuando su sombra se alargó sobre la acera, Lina se volvió luz. La suya.
A contraluz.
«El odio es destructivo. Pero la indiferencia... eso es aún peor» (Anthony Trollope nacido el 24 de abril de 1812 para hacerse un hueco en la época victoriana. No le fue indiferente a nadie aunque, odiarlo, lo hicieron sus enemigos)
Y que cumplas muchos más de los 80 de hoy en compañía de tus amiguitos de Creedence Clearwater Revival que te hacen sudar tanto.
Entre ceps i murmuris
El poble callava a crits. Les vinyes, embriagades de sol, escoltaven més del que deien. Jo collia raïm amb els dits plens de terra i orgull, fins que algú —sense ulls— va deixar caure la bomba: “Ja no t’estima.”
No ho va dir ningú. Ho vaig sentir entre sarments, entre fulles que tremolaven com mans culpables.
No ho vaig preguntar. Només vaig tastar el most i vaig entendre: la veritat mai madura a la cara, sinó entre els silencis.
I vaig somriure, perquè era cert.
El raïm també pot xiuxiuejar traïcions.
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