viernes, 25 de abril de 2025

DONDE GUARDAMOS LOS INVIERNOS

 

Se detuvieron frente al campo sin decir nada.

El Pedraforca, allí, enorme y azul, parecía más viejo que nunca. Ellos también.

—¿Te acuerdas? —preguntó ella, apenas moviendo los labios.

Él no respondió. Solo hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta, como buscando calor en un recuerdo que ya no sabía si era suyo.

Delante de ellos, los tulipanes se agitaban con una ternura improbable. Rojos, amarillos, violetas. Como si alguien hubiera sembrado los trozos de un tiempo que no volvería.


 Ella se agachó y acarició uno.

—Antes pensaba que todo esto duraba para siempre. —Su voz tembló como una hoja bajo el viento frío.

Él la miró de reojo. El cabello castaño de ella, ahora salpicado de canas, le recordaba a la nieve que cubría la cima a finales de abril. Esa nieve que siempre parecía resistirse a irse del todo.

—Nunca supimos qué hacer con lo que no se podía guardar —dijo él, después de un rato.

—Lo enterramos —susurró ella—. Como los inviernos.


Ella sacó del bolsillo un pañuelo arrugado. En su interior había un pequeño puñado de semillas negras. No eran de tulipán. No eran de nada que se pudiera ver ahora en el campo. Las habían guardado hacía años, en un verano donde aún se reían por cosas pequeñas: el sonido de un tren, un helado que se derretía antes de poder probarlo, la promesa absurda de plantar un jardín donde nadie más plantara.

—¿Seguro que quieres hacerlo? —preguntó él.

Ella asintió. Sus ojos ya no buscaban respuestas, solo un lugar donde dejar de buscarlas.

Con manos torpes, cavaron un pequeño hueco entre los tulipanes vibrantes. La tierra estaba fría, pero viva. Dejaron caer las semillas como quien deja caer una carta que nunca va a enviarse.

—¿Crees que crecerán? —preguntó ella, con una sonrisa rota.

—No lo sé. —Él se encogió de hombros, torpe, cansado. Luego añadió, como si hablara para sí mismo—. Tal vez no importa.

Se quedaron así, arrodillados, sintiendo el peso dulce y amargo de algo que se cerraba.


El sol empezó a caer detrás de la montaña. Las sombras alargaban los tulipanes hasta volverlos casi fantasmas.

Ella se puso en pie, se sacudió la tierra de las rodillas y, por un momento, apoyó la cabeza en el hombro de él. No había promesas. No había perdones. Solo un leve roce que decía gracias en un idioma que ambos aún recordaban sin saberlo.

Caminaron de vuelta hacia el coche. No miraron atrás.

En el campo, entre los tulipanes, una ráfaga de viento levantó un pequeño remolino de tierra, como si el invierno, por un instante, hubiera decidido florecer.


A veces pienso que no plantamos semillas para que crezcan…sino para no marcharnos con las manos vacías.

Que hay gestos que no esperan nada. Como este. Como quedarnos arrodillados un momento más frente a lo que ya no es nuestro, y aun así, decirle: aquí estoy.

Tal vez nunca broten. Tal vez el invierno se lo trague todo. Pero ahora hay algo allí. Un pequeño lugar que no existía. Un rincón en el mundo donde guardamos, sin decirlo, lo que no supimos decirnos.

Y si alguien pregunta un día por qué lo hicimos… que le digan esto: por si acaso.


 
Y ésta es la música de la primavera que he escuchado hoy:


 

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