miércoles, 16 de abril de 2025

 MIGAS DE REINA


Nadie elige nacer beige.

Lo supe el día que mi madre me arropó con una manta áspera, color lana sin lavar, mientras me decía que ese tono combinaba con todo. Yo tenía cinco días y ya intuía que la neutralidad cromática era una trampa.

Durante años creí que el beige era el color del silencio. El de los abrigos heredados, los sofás que no se notan, los uniformes de funcionarias que no ascendían. Un tono que evitaba la conversación, como una señora mayor en el autobús que mira por la ventana fingiendo sordera.

Mi abuela tenía una teoría: el beige es lo que queda cuando el mundo se olvida de ti, pero aún no te ha borrado del todo.

Ella tejía. No por pasión, sino por necesidad. Las lanas que usaba venían tal cual: sin teñir, sin lavar, sin disculpas. Cuando le pregunté por qué no las coloreaba, me miró por encima de las gafas con esa mirada de sentencia irrevocable:

—Porque la vida ya nos tiñe bastante.

Mi adolescencia fue una lucha encarnizada contra el beige. Me pintaba los labios de fucsia, usaba botas rojas en agosto y exigía que la Navidad se celebrara en julio, por llevar la contraria a todo lo predecible. Me teñí el pelo tantas veces que, a los veintitrés, ya tenía el cuero cabelludo como un campo bombardeado. Lo que no sabía entonces era que todo era en vano. Lo beige se hereda. Te habita como una bruma resignada.

Y sin embargo, llegó ella.

La encontré doblando blusas en la esquina más olvidada de una boutique de lujo, esa donde los dependientes te saludan con la exactitud de un mayordomo japonés y el desprecio de un gato egipcio. Su nombre era Claudine, o eso decía la chapa plateada que brillaba en su pecho como un sarcasmo. Llevaba un traje sastre beige. Inmaculado. Impecable. Como si el polvo del mundo se hubiera rendido antes de tocarla.

—¿Eso no es de empleada? —le pregunté, medio en broma, medio con rabia.

Me miró como quien mira a un cuadro torcido.

—El beige es el único color que no necesita permiso. No grita. No pide atención. Y aún así, está en todas partes.

No supe si quería besarla o abrazar su chaqueta. Lo que hice, finalmente, fue robarle una idea.

Esa misma noche vacié mi armario. Tiré lo fluorescente, lo estampado, lo angustiosamente llamativo. Me vestí de beige al día siguiente. Pantalón de lino que recordaba al pan sin levadura. Camiseta cruda como un domingo sin café. Chaqueta de segunda mano que olía a pasillo de convento.

El mundo me ignoró con una eficiencia impecable. Me sentí libre.

Desde entonces, el beige se convirtió en mi armadura de invisibilidad. Crucé oficinas, entierros, fiestas de cumpleaños sin que nadie me preguntara por mi vida. Nadie espera pasión del beige. Nadie cree que puedas ser peligrosa si vas vestida como una muestra de catálogo de cortinas.

Hasta que Chanel, la muy lista, lo rescató.

Lo convirtió en fondo de desfile, en pasarela del minimalismo, en promesa de elegancia sin esfuerzo. Y entonces, lo que antes era ropa de pobres, pasó a ser el uniforme del lujo.

La paradoja me hizo reír. Como si de pronto declararan al pan duro el nuevo manjar gourmet. Como si las migas fueran caviar y los charcos de infancia, fuentes termales.

Hoy, cuando me preguntan por qué siempre voy de beige, respondo con una media sonrisa:

—Porque el color más honesto es el que no se disfraza.

Y mientras lo digo, acaricio el tejido áspero de mi abrigo. El mismo que tejió mi abuela, sin lavar, sin teñir. Con lana de ovejas que, como ella, nunca pidieron permiso para existir.

Nadie elige nacer beige. Pero hay que tener mucho estilo para quedarse así.

 «Pensamos que el amor es algo que damos, cuando en realidad es algo que nos sucede» (Patricia De Martelaere, nacida el 16 de abril de 1957 tuvo solo hasta el 2009 para decir lo que dijo… y muchas cosas más que le sucedieron)

Hoy hace 5 años, a los 74,  se fue a la habitación de al lado gritando "Aline" como un poseso ¿la habrás encontrado?

El mar dins els ulls

L’Aline s’endinsava cada vespre a l’aigua com si fos una promesa. Jo cridava el seu nom, però les ones mai m’han tornat cap veu.

Va desaparèixer un juliol, quan els estius encara eren lents. La vila s’omplia de gent, però ella només tenia ulls per a l’horitzó.

Ara, cada nit, deixo el llum encès a la platja. El mar s’ho emporta tot, fins i tot els records.

Però encara sento el seu nom. Flota.

Com una cançó antiga, com una esperança que no vol morir.


 

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