LA PIEDRA QUE NO LLORABA
Me
llamo Drita.
O me llamé.
Hace tiempo que nadie me llama por ningún nombre. Aquí arriba, en el norte de Albania, los nombres se gastan como los zapatos.
Nací
mujer.
Y eso, en mi pueblo, era casi como nacer muda.
Mi madre me lo dijo una noche de invierno, mientras deshuesaba un pollo que no nos íbamos a comer.
—Ya está hecho —me susurró—. Te casas en
primavera.
El
hombre tenía bigotes como gusanos dormidos y olía a cabra y aguardiente.
No lo conocía.
Pero eso no importaba. Las mujeres no nacemos para conocer. Nacemos para obedecer.
Yo
tenía trece años.
Y una rabia que no me cabía en los huesos.
Así que juré.
Juré
castidad. Juré silencio. Juré renunciar a ser mujer para poder vivir como
hombre.
Y de pronto, todos los que me ignoraban… me escucharon.
Me vestí de negro. Me corté el pelo con una hoz.
Y empecé a caminar distinto, a hablar con voz grave, a cargar el rifle de mi padre como si el hierro me diera autoridad.
Me convertí
en burrneshë.
Virgen jurada.
Una palabra que en boca de los hombres sonaba a respeto.
Pero en la boca de las mujeres, sonaba a pena.
Comía
primero.
Tomaba rakia con los pastores.
Mi voz decidía.
Pero mi cuerpo…
mi cuerpo era un secreto que nadie tocaba.
Porque para ser libre tuve que convertirme en piedra.
Y las piedras no lloran.
Vi a
mis amigas marcharse una a una.
Entregadas como ovejas con la lana limpia.
Algunas regresaban con hijos. O con cicatrices.
Yo me quedé.
Inútil para el matrimonio. Útil para el clan.
Muerta para el deseo.
Pasaron
los años.
Hasta que un día llegó ella.
Una profesora de Tirana.
Con sus libros, sus gafas y esa forma de mirar que parecía pedir permiso y
perdón al mismo tiempo.
Me
observaba.
Tomaba notas. Grababa mi voz.
Un día me lo dijo:
—Eres la última.
Y yo asentí. No por orgullo. Por cansancio.
—Quiero contar tu historia —me dijo—. Para que no se repita.
Y
entonces… me reí.
Por primera vez en años.
Una risa corta, vieja, como un clavo que se quiebra.
—¿No lo ves? —le dije—. Aquí no repetimos. Aquí nunca dejamos de ser. Todo sigue igual.
Murió mucha gente antes que yo. Pero cuando yo morí, lo notaron.
Brindaron por mí como si fuera uno de ellos.
Y las mujeres… las mujeres lloraron por lo bajo. Algunas por mí. Otras por lo que nunca fueron.
Me
enterraron en la zona de los hombres.
Y un niño, curioso, preguntó:
—¿Por qué hay una tumba de mujer aquí?
Su abuelo le respondió:
—Fue un error.
Y él lo
creyó.
Porque en este mundo, los errores siempre llevan nombre de mujer.
Y yo… fui la piedra que no lloraba.
«Nada es más fuerte que una mujer que ha dejado de tener miedo» (Concha Espina, nacida el 15 de abril de 1869 en Santander pero casi con las mismas dificultades que una mujer nacida en Tirana)
Y que cumplas muchos más de los 60 de hoy y tengas tiempo a que alguien te conteste.
Què coi passa?
Va pujar al terrat per cridar. No per fugir, ni per volar. Només per cridar.
—I say, hey-ey-ey…
El crit es va estavellar contra el cel de plom i va rebotar, com sempre. Ningú el va escoltar. Ni Déu, ni la veïna del quart.
Va seure a la vora, sense pressa. El vent li va pentinar la tristesa.
—And I pray…
Però no
sabia a qui.
Ni per què.
Només sabia que alguna cosa havia de canviar. I potser, avui, començaria per ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario