EL SILENCIO AZUL
Nací con los ojos del color prohibido.
Lo supe mucho después, claro. De niño, solo pensaba que miraba distinto. Que el cielo no me cabía en la cabeza porque ya me habitaba por dentro. Que el mar me respondía cuando lo miraba fijo, como si me reconociera en su vaivén.
Mi madre me decía que mis ojos eran “azul virgen”, como si eso fuera un cumplido. Yo, que no entendía nada de vírgenes, pensaba que tener ese color era una carga. Nadie en casa lo tenía. Mi padre no lo soportaba. Decía que “eso” me hacía parecer débil. O peor: extraño.
—Ese azul no es de hombre. Es de estatua. De iglesia. De muerto.
No pregunté qué significaba. Tenía miedo de que me lo quitara.
Crecí ocultando el azul. En fotos salía mirando al suelo. En los recreos, pestañeaba más que hablaba. Había días en que deseaba que mis ojos se volvieran marrones por pudor, por camuflaje. El azul dolía. Reflejaba cosas que nadie quería ver.
Hasta que lo conocí a él.
Se llamaba Elías. No me miró como los otros. Me contempló. Como si mis ojos fueran un idioma que por fin podía leer. Nos encontramos cada jueves en la sala de ensayo del coro parroquial, bajo vitrales que teñían el suelo de promesas. Los dos sabíamos que no era Dios quien se colaba en esos silencios, sino algo mucho más humano. Y, por eso mismo, más sagrado.
—Tienes los ojos del arcángel Miguel —me dijo una tarde, justo antes de rozarme la mano.
—Y tú el descaro de un apóstol excomulgado —le respondí.
Nos reímos. Fue la única vez que mi azul brilló sin esconderse.
Después de ese verano, él desapareció. Nadie supo decirme si se fue, si lo enviaron lejos o si simplemente fue tragado por la maquinaria invisible de la corrección.
Yo volví a esconder mis ojos. Y mi deseo.
Pasaron los años. Me mudé, trabajé, fingí. Me convertí en experto en tonos neutros. Beige, gris, blanco hueso. El azul quedaba relegado a las camisas que solo usaba en bodas, como una ironía cruel.
Hasta que un día lo vi.
No a Elías. A mi reflejo.
Fue en una exposición sobre iconografía medieval. Una vitrina mostraba una tela azul lapislázuli, tejida con piedras molidas que valían más que el oro. El cartel explicaba que, durante siglos, el azul fue símbolo de lo divino, de lo inalcanzable. Solo los dioses y las vírgenes podían vestirlo. Y los artistas lo reservaban para lo que no se podía tocar sin temblar.
Ahí comprendí. El problema no era el azul. Era lo que representaba.
Mi deseo no era impuro. Era sagrado.
Desde entonces, dejé de esconderme. Me vestí de azul oscuro en invierno, de cobalto en primavera, de índigo los domingos. En mi piel, el color se expandía como una declaración: no soy lo que temían, soy lo que no pudieron entender.
Hoy, si me preguntan por qué siempre uso azul, les contesto que es por respeto. No hacia la tradición, sino hacia mí mismo.
Porque los ojos no se heredan: se revelan.
Y lo divino, a veces, no baja del cielo. Se queda a vivir en el cuerpo.
«Hay quienes creen que la libertad es peligrosa. Y lo es. Pero menos que la esclavitud» (Benjamin Tucker, nacido el 17 de abril de 1854 para ser esclavo de sus ideas aunque él seguía considerándose libre)
Hoy hubiese cumplido 96 años pero decidió irse con 86 y eso que siempre tenía el corazón "happy"
Cor amb retard
Va sonar Happy Heart per la megafonia del tanatori.
La tieta Glòria va girar el coll: "Això és una broma?".
Però en Pere, dins el taüt, va somriure. Ningú ho va veure, excepte la nena petita que dibuixava cors al vidre entelat.
"Ell deia que aquesta cançó feia ballar els ossos", va murmurar la vídua, amb un somriure que només durà tres compassos.
Quan el fèretre començà a baixar, una papallona es va posar damunt.
I a fora, tot i ser febrer, les roses van florir abans d’hora.
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