MANUAL DE INSTRUCCIONES PARA UN PAÍS DESENCHUFADO
A las 12:30 de aquel lunes, España y Portugal se apagaron con la elegancia de un suicidio colectivo. Nada de dramatismos: solo fuegos lentos que se extinguieron sin aspavientos. Ni un trueno, ni un hacker ruso, ni siquiera un pájaro en la línea de alta tensión. Nada tan cinematográfico. Solo una vibración atmosférica —sea lo que eso signifique— y la certeza de que, cuando se apagó el último semáforo, nadie sabía quién debía encenderlo otra vez.
—¿Y si esto es el fin del mundo y nos ha pillado con la compra por hacer? —murmuró María mientras la puerta del supermercado se cerraba sin aviso, dejando fuera a una docena de carros y a una señora con los yogures en la mano.
—Tranquila —respondió un hombre con acento andaluz desde la fila de pan—, si no hay luz, no hay nevera. Y si no hay nevera, los yogures mueren como soldados sin causa.
La luz no se fue. Se desvaneció, como una vela que se queda sin oxígeno. El zumbido de los fluorescentes cesó. Un segundo después, el silencio tomó forma: no era ausencia de ruido, era otra cosa. Como si alguien hubiese apagado también el tiempo.
Las puertas automáticas dejaron de ser puertas. Las pantallas de los móviles brillaron unos segundos antes de rendirse. En una calle de Lisboa, un niño tocó la bocina de su bicicleta con insistencia. Sonó. Fue lo último que sonó en horas.
—¿Funciona el tuyo? —preguntó Pedro, mostrando su móvil muerto como una estrella apagada.
—Está más frío que mi ex.
Rieron. Pero fue una risa breve. La gente empezó a caminar sin rumbo, como si buscaran un enchufe en el horizonte.
En una oficina de Atocha, el aire acondicionado tosió antes de morir. Alguien gritó desde una planta baja:
—¡Sin correo, sin Teams, sin Excel! ¿Esto es el paraíso?
En otro tiempo, quizá. Pero no ahora.
La piel sudaba distinto sin aire ni sombra. Los cuerpos empezaron a emitir su verdadero olor: mezcla de metal, fruta madura y ansiedad. El tacto del pasamanos en el metro se volvió pegajoso. Un camarero en Braga pasó un paño por la barra con la lentitud de quien sabe que no vendrá nadie más.
—¿Y si no vuelve? —le preguntó una anciana con los labios secos.
—¿La luz?
—No. Todo.
En una peluquería de Vigo, tres mujeres se quedaron con la cabeza enjabonada. Una de ellas lloró al verse en el espejo. Nadie supo si fue por la espuma, por el apagón o por lo que le dijo su hija antes de salir.
El aire estaba denso. Como si las ciudades hubieran retenido la respiración.
En Benidorm, dos turistas ingleses se abrazaron frente a un escaparate sin luces.
—This is oddly romantic, isn’t it?
—No sé, Phil... me recuerda al apagón del '77. El de verdad. Donde uno sentía que algo podía cambiar.
Pero no cambió nada.
Solo volvió la electricidad. A las 19:04. Primero un zumbido, luego un destello, después el rugido conocido de las máquinas reclamando su reino.
En Barcelona, el agua dejó de correr. Ni una gota. La señora Roser, 78 años, abrió el grifo del lavabo a las 17:12 y lo cerró a las 17:13 con el mismo movimiento exacto con que su madre cerraba el joyero cuando se iba la luz en 1954. No dijo nada. Solo colocó un vaso debajo del grifo por si el milagro ocurría en forma de goteo.
—Abuela, ¿qué haces?
—Esperar.
En la Plaça de Sant Jaume, el edificio de la Generalitat seguía en pie, pero vacío de autoridad. El president no aparecía. Nadie lo había visto desde antes del apagón. Algunos aseguraban que se encontraba encerrado en una sala acorazada junto a media docena de asesores y una radio solar.
—¿Y si lo han abducido las eléctricas? —preguntó un niño con una linterna en la cabeza como un minero sin mina.
—O se ha fundido con la oscuridad, como los buenos líderes —respondió su padre, sin soltar el sarcasmo.
Los rumores corrían más rápido que la electricidad. Unos hablaban de ciberterrorismo. Otros, de sabotaje coordinado. Un jubilado en el Eixample levantó la voz en la oscuridad del bar:
—¡Esto ha sido una guerra silenciosa! ¡Entre Endesa y el sol!
—¿Y quién gana?
—Siempre los mismos: los que te hacen pagar por respirar.
Y en el rincón más triste del bar, un poeta desconocido murmuró con voz de aguardiente:
—La revolución no vendrá con fusiles... vendrá con apagones.
A las 22:04, la luz volvió a Cataluña. Primero, una farola en L’Hospitalet que se encendió como si pidiera disculpas. Luego, las ventanas de la Diagonal comenzaron a brillar de nuevo con su habitual arrogancia. Pero nadie aplaudió a los electricistas. Solo un perro ladró al cielo, confundido por tanto parpadeo artificial.
En televisión, los presidentes, los ministros, los portavoces... todos reaparecieron frescos, peinados, convenientemente iluminados.
—Se investigará hasta el final. No se descarta ninguna hipótesis —dijo uno.
—Ni la guerra de renovables ni el ciberataque —añadió otro, mientras una pantalla detrás mostraba gráficos que nadie entendía.
En el metro de Sants, un grafitero escribió con espray lo que todos sentían pero no se atrevían a decir:
"Somos el cortocircuito entre el poder y la verdad."
Y en algún lugar del Empordà, un molino eólico giraba con una lentitud casi meditativa, como si no tuviera prisa por volver a encender un mundo que apenas sabía qué hacer cuando se apagaba.
¿Y Rodalies? Rodalies, en un gesto de coherencia institucional, seguía sin funcionar el 30 de abril. Pero tranquilos: esta vez no cobraban por no llegar.
«La libertad sexual no consiste en que los hombres accedan al cuerpo de las mujeres, sino en que las mujeres decidan sobre él» (Alicia Miyares, nacida el 30 de abril de 1963 y felizmente entre nosotr@s para aclarar algunas cosillas a algunos despistados)
Un 30 de abril de 2016 se fundió en la oscuridad de la noche porque sabía que ella estaría allí para coger su mano.
Quan no hi ha llum
Quan el mar es menja la platja i els fanals cauen com estels maldestres, tu hi ets. No dius res, però el teu silenci és gruixut com una manta d’hivern. Caminem entre runes i la gent fuig, però nosaltres ens quedem. Més que resistir, ens sostenim. El món pot fer fallida, però mentre et noti al costat, no em cauré. No som herois, només dos cossos que es recorden.
Si tot s'enfonsa, si el món s’esborra, jo només vull la teva mà.
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