jueves, 1 de mayo de 2025

 MARTILLO DE PLATA, SILENCIO DE ORO

 

Dicen que el Papa murió en paz, lo cual es mucho decir para alguien que falleció rodeado de cardenales susurrantes, médicos histéricos y un suizo con cara de querer vomitar. Yo estaba allí, no como creyente, claro, sino como funcionario. Observador neutral, que le llaman. Aunque si algo aprendí ese día es que en el Vaticano no hay nada neutral, ni los muros.

A las 05:43, hora de Roma y del purgatorio, se activó el protocolo mortis papalis. No es que el Santo Padre hubiera exhalado el último suspiro de forma clara. No. Fue más bien una especie de bufido final, como si se le hubiese olvidado apagar la máquina del alma. Aun así, nadie se atrevió a certificar nada hasta que llegó el martillo.

Sí, el martillo. Lo sacaron de una caja de terciopelo con la misma solemnidad con la que uno extrae un vibrador de cristal en una despedida de soltera. Todos fingían no mirar, pero los ojos bailaban como velas al viento. Un martillito de plata, discreto, de esos que no clavan nada salvo certezas.

Franciscus? Franciscus? Franciscus? —dijo el Camarlengo con voz suave y absurda, como quien intenta despertar a un gato anestesiado.

El Papa no respondió, por razones evidentes. El martillo descendió con un toquecito apenas audible sobre la sien del difunto. Fue un gesto mínimo, como si el ritual intentara no molestar más de la cuenta. Como si la eternidad requiriera buenos modales.

Certificamos su muerte. —anunció alguien que jamás firmaría un certificado en su vida.

Yo asentí desde la esquina, fingiendo tomar notas. En realidad, me fijaba en el anillo.

Ah, el Anillo del Pescador. Una joya absurda que había pasado por más bocas que un chupete de guardería. Dicen que simboliza la autoridad divina, pero a esas alturas, lo único divino era el silencio.

Un acólito se lo quitó con guantes blancos. Lo colocó en un cojín rojo como si fuera una bomba sin explotar. Entonces sí: el otro martillo, el verdadero, el brutal, apareció. Bronce, pesado. Ritual puro y duro.

Lo alzaron. Lo dejaron caer.

CRACK.

No sobre el dedo del Papa, claro. En una losa de mármol preparada solo para eso. El anillo reventó como una mentira bien contada. Y en ese sonido final, algunos creyeron oír la voz de Dios. Otros, la de su abogado.

En ese momento, sentí que el aire cambiaba. Algo denso y antiguo salía de los muros, como si el Vaticano respirara aliviado. Como si la fe tuviera fecha de caducidad y acabara de vencerse.

—¿Ya está? —pregunté a un monseñor con aliento a incienso y ginebra.

—Ya está muerto. —respondió sin mirarme, como si lo importante no fuera el Papa, sino el trámite.

Pero yo vi algo. Lo juro.

Justo después del golpe, en el reflejo fragmentado del anillo roto, me pareció ver los ojos del pontífice moverse. Un tic mínimo, un pestañeo involuntario. Tal vez un reflejo muscular, tal vez una broma del mármol. Tal vez.

Pero nadie lo comentó. El Camarlengo siguió hablando de lutos y procesos. Los cardenales ya susurraban nombres futuros. Y el cuerpo, ese cuerpo que fue alma del mundo católico, empezó a enfriarse con eficacia.

Me marché en silencio. Afuera llovía, porque Roma siempre llora por costumbre, no por emoción.

Esa noche soñé con martillos. Uno pequeño, que susurraba. Otro grande, que callaba. Y un último golpe que resonaba eternamente, no en mármol, sino en mi memoria.

No sé si el Papa murió aquel día.

Solo sé que desde entonces, cada vez que pronuncian mi nombre tres veces en voz alta, siento una presión en la sien, como si alguien, en alguna parte, esperara mi silencio con un martillo de plata.

«La gente quiere que sus vidas sean como las novelas: que todo tenga un sentido, un principio, un desarrollo y un final» (Antal Szerb, nacido el 1 de mayo de 1901 tuvo que concentrar la novela de su vida en poco más de 43 años pero tuvo de todo hasta sentido)

Hoy hubiésemos celebrado su 97 aniversario pero no lo podemos hacer porque sólo llegó a los 88, que tampoco está tan mal.

A l’ombra d’un roure

L’Adrià l’esperava cada tarda, rere l’institut, amb les sabatilles esquinçades i un somriure indestructible. La Júlia arribava amb el cabell mullat del riu i olor de menta a la pell. No es van prometre res. Es besaven com si el món s’acabés, sense saber que el món —el seu— començava allà. Un estiu, un roure, dues mans. Ara, ell passa per aquell camí amb el fill petit, li assenyala l’arbre i diu: “Aquí vaig entendre què volia dir estimar per primer cop”.




 

 

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