TODO LO QUE TOCA EL ROJO
No recuerdo su nombre.
Solo que vestía de rojo.
Era un rojo imposible. No el de catálogo ni el del pintalabios barato que mancha los vasos de plástico. Era un rojo que parecía tener temperatura propia. Que caminaba antes que ella. Que la anunciaba como una profecía con escote.
La vi por primera vez en una sala de espera. Yo iba por papeles. Ella, no lo sé. Quizá iba a incendiar algo.
Se sentó frente a mí. No cruzamos palabra. Pero su vestido me hablaba. Me decía cosas que no sabía que quería oír. Me hablaba de pasiones sin fecha, de camas sin testigos, de decisiones que solo se toman con el cuerpo.
Tenía los labios sin pintar. El rojo estaba en la tela, no en ella. Como si supiera que lo peligroso no se lleva en la boca, sino en el silencio.
Cuando la llamaron por su número, dejó un aroma a metáfora. Me quedé diez minutos más fingiendo revisar documentos, solo para ver si volvía.
Volvió.
Me miró.
Y entonces, el rojo cambió.
Ya no era solo deseo. Era desafío. Era advertencia. Era un animal herido que te invita a acercarte justo antes de morderte.
Nos vimos tres veces más. Nunca acordamos nada. Ella aparecía. Y yo ardía. Me convertí en su sombra. En su voz interior. En su ruina programada.
Una noche, me invitó a su apartamento. Tenía paredes blancas y una sola cosa colgada: un pañuelo rojo, como una bandera olvidada de una guerra que aún no había empezado.
—¿Por qué rojo? —pregunté, sin poder evitarlo.
—Porque es el único color que no se disculpa —respondió.
No hicimos el amor. Hicimos otra cosa. Una especie de confrontación con nuestras propias urgencias. Como si desnudarse fuera un acto de resistencia y no de entrega.
Al amanecer, ella ya no estaba. En su lugar, sobre la almohada, encontré una nota escrita con lápiz:
“No me busques. No soy un color. Soy la herida.”
Hoy, cada vez que veo el rojo, no pienso en ella.
Pienso en mí.
En lo que fui capaz de hacer por tocar algo que sabía que iba a doler.
Y aún así, lo toqué.
«No hay una frontera clara entre lo físico y lo psíquico; ambos son aspectos de una misma realidad» (Gustav Fechner, nacido el 19 de abril de 1801 para decirnos con bonitas palabras que lo importante es el interior aunque lo mejor es que vaya acompañado de un buen exterior)
Y desde que marchó hoy hace 13 años -a los 59- las canciones de la banda Men at Work ya no suenan igual mejor dicho, ya no suenan.
Porta tancada
Va sonar el timbre i es va congelar. Ningú esperava ningú. Va apagar el llum, va contenir l’alè.
Tres
cops secs.
—Qui és? —res no va respondre.
Es va arrossegar fins a l’espiell: un home quiet, amb els ulls massa oberts. Portava americana verda, però no semblava venedor. Ni policia.
Va tornar enrere i va tancar amb clau.
Aquella nit no va sopar. Tampoc la següent. Ara només escolta. Espera. Tem.
Diu que si no obre, potser marxarà. Però el timbre no ha deixat de sonar.
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