viernes, 26 de diciembre de 2025

RUIDO DE DICIEMBRE

La histeria navideña tiene esa habilidad: te convence de que si no compras, si no sonríes, si no reservas mesa, si no envuelves algo con un lazo perfecto, has fallado como ser humano. Te lo dice la calle con sus luces de feria, te lo repite el móvil con notificaciones que suenan a villancico en versión alarma, y lo confirma ese calendario que, en diciembre, parece una lista de obligaciones disfrazadas de cariño.

Pero la verdadera luz no está en las calles.

En la calle hay brillo. Hay escaparates que te miran como si fueras una tarjeta de crédito con piernas. Hay guirnaldas que parpadean con la misma emoción que un semáforo. Hay música que no invita: empuja. Hay prisa, y la prisa siempre es un idioma sin ternura. Esa luz es útil para venderte la idea de que la felicidad se compra a plazos. Para que entres, para que pagues, para que salgas con una bolsa y la sensación de que te falta otra bolsa más.

La luz de verdad es otra cosa. No te la encuentras; te la fabricas.

A veces aparece de pronto en el salón de casa. No entra por la ventana, no viene del balcón ni del reflejo de una farola. Se enciende cuando alguien llega sin postureo, deja el abrigo en una silla cualquiera y suelta un “¿cómo estás?” que no es un saludo, sino una pregunta de verdad. Se enciende cuando te sientas sin mirar el reloj, cuando el sofá deja de ser mueble y se vuelve refugio. Cuando el ruido de diciembre se queda fuera como un vecino pesado al que por fin no le abres.

La amistad es esa electricidad doméstica: no presume, pero calienta.

No hace falta una mesa de revista ni copas con nombre francés. Hace falta un mantel que tenga historia (aunque sea una mancha vieja), una botella que se abre sin ceremonia, unas aceitunas, pan, algo dulce que cruje, y esa conversación que empieza con tonterías y, sin avisar, se mete en lo importante. La amistad no necesita espectáculo: necesita presencia. Una risa que te deshace el nudo del pecho. Un silencio cómodo. Un “te entiendo” sin manual. Un “ven aquí” dicho sin dramatismo, como quien pone una mano en el hombro y te devuelve al cuerpo.

Porque lo peor de diciembre no es el frío: es el ruido.

Ruido de agendas apretadas como corbatas. Ruido de familias actuando, cada una a su manera, ese teatro antiguo de “aquí no pasa nada”. Ruido de expectativas: la cena perfecta, la foto perfecta, el brindis perfecto, el amor perfecto. Ruido de quienes te piden alegría como si la alegría fuera un trámite. Y tú, ahí, intentando respirar entre el papel de regalo, los compromisos y esa culpa rara de no estar disfrutando lo que “deberías” disfrutar.

Pues no. No “deberías” nada.

Si hoy lo único que te sale es apagar, apaga. Si lo único que te sale es elegir a dos o tres personas y hacer un círculo pequeño, hazlo. La esperanza no siempre es épica; a veces es mínima y cabe en un salón con calefacción irregular, con calcetines gordos, con una lámpara modesta que no hace sombras crueles. La esperanza puede ser que alguien te diga “quédate un rato más” y tú te quedes. Puede ser una amistad que no pregunta “¿qué me das?” sino “¿qué necesitas?”. Puede ser recordar que no estás obligado a participar en la competición anual de aparentar que todo va bien.

Y hay una verdad incómoda, de esas que no salen en los anuncios: la Navidad no te salva. Te salva la gente. O, mejor dicho, te salva lo que construyes con la gente cuando nadie está mirando.

Por eso, si quieres sobrevivir a la histeria navideña, no busques la luz en las calles. Las calles brillan para cualquiera. La luz que importa es la que te reconoce: la que se enciende cuando alguien te ve sin maquillaje emocional, cuando puedes ser un poco desastre y aun así cabes. Esa luz no parpadea. Esa luz no se agota en enero.

El ruido de diciembre pasará, como pasan casi todas las cosas que se creen eternas. Pero si queda la amistad —si queda esa chispa que de pronto prende en el salón, una noche cualquiera— seguirá habiendo esperanza.

Y quizá esa sea la única tradición que merece la pena repetir.

«El deseo de quedar bien ante los compañeros… supera con facilidad el mero interés individual.» (No sé si Elton Mayo, filósofo australiano nacido el 26 de diciembre de 1880, tenía más interés en su propia satisfacción individual o en la satisfacción colectiva de la gente que le rodeaba, lo que si queda claro que describió una situación que no nos es ajena)

Jade Thirlwall cumple hoy 33 años y hace 14 que ganó un concurso de jóvenes talentos (The X Factor) con la canción del vídeo que es un cover o dicho de otro modo, una versión.

Espiral de purpurina

A camerinos, la laca crema el nas i el gloss té gust de maduixa química. Ens agafem les mans: quatre polsos i un sol batec. A fora, el públic rugeix com un mar que vol menjar-se l’escenari. “Somriu”, diu algú per l’auricular, com si fos fàcil. S’obren les cortines i el focus escalfa la pell fins fer-la sincera. Canto i em cau la por del pit: no com una llàgrima, sinó com una bola de canó. I encara així, vuelo..


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