RUIDO
DE DICIEMBRE
La histeria navideña tiene esa
habilidad: te convence de que si no compras, si no sonríes, si no reservas
mesa, si no envuelves algo con un lazo perfecto, has fallado como ser humano.
Te lo dice la calle con sus luces de feria, te lo repite el móvil con notificaciones
que suenan a villancico en versión alarma, y lo confirma ese calendario que, en
diciembre, parece una lista de obligaciones disfrazadas de cariño.
Pero la verdadera luz no está
en las calles.
En la calle hay brillo. Hay
escaparates que te miran como si fueras una tarjeta de crédito con piernas. Hay
guirnaldas que parpadean con la misma emoción que un semáforo. Hay música que
no invita: empuja. Hay prisa, y la prisa siempre es un idioma sin ternura. Esa
luz es útil para venderte la idea de que la felicidad se compra a plazos. Para
que entres, para que pagues, para que salgas con una bolsa y la sensación de
que te falta otra bolsa más.
La luz de verdad es otra cosa.
No te la encuentras; te la fabricas.
A veces aparece de pronto en
el salón de casa. No entra por la ventana, no viene del balcón ni del reflejo
de una farola. Se enciende cuando alguien llega sin postureo, deja el abrigo en
una silla cualquiera y suelta un “¿cómo estás?” que no es un saludo, sino una
pregunta de verdad. Se enciende cuando te sientas sin mirar el reloj, cuando el
sofá deja de ser mueble y se vuelve refugio. Cuando el ruido de diciembre se
queda fuera como un vecino pesado al que por fin no le abres.
La amistad es esa electricidad
doméstica: no presume, pero calienta.
No hace falta una mesa de
revista ni copas con nombre francés. Hace falta un mantel que tenga historia
(aunque sea una mancha vieja), una botella que se abre sin ceremonia, unas
aceitunas, pan, algo dulce que cruje, y esa conversación que empieza con tonterías
y, sin avisar, se mete en lo importante. La amistad no necesita espectáculo:
necesita presencia. Una risa que te deshace el nudo del pecho. Un silencio
cómodo. Un “te entiendo” sin manual. Un “ven aquí” dicho sin dramatismo, como
quien pone una mano en el hombro y te devuelve al cuerpo.
Porque lo peor de diciembre no
es el frío: es el ruido.
Ruido de agendas apretadas
como corbatas. Ruido de familias actuando, cada una a su manera, ese teatro
antiguo de “aquí no pasa nada”. Ruido de expectativas: la cena perfecta, la
foto perfecta, el brindis perfecto, el amor perfecto. Ruido de quienes te piden
alegría como si la alegría fuera un trámite. Y tú, ahí, intentando respirar
entre el papel de regalo, los compromisos y esa culpa rara de no estar
disfrutando lo que “deberías” disfrutar.
Pues no. No “deberías” nada.
Si hoy lo único que te sale es
apagar, apaga. Si lo único que te sale es elegir a dos o tres personas y hacer
un círculo pequeño, hazlo. La esperanza no siempre es épica; a veces es mínima
y cabe en un salón con calefacción irregular, con calcetines gordos, con una
lámpara modesta que no hace sombras crueles. La esperanza puede ser que alguien
te diga “quédate un rato más” y tú te quedes. Puede ser una amistad que no
pregunta “¿qué me das?” sino “¿qué necesitas?”. Puede ser recordar que no estás
obligado a participar en la competición anual de aparentar que todo va bien.
Y hay una verdad incómoda, de
esas que no salen en los anuncios: la Navidad no te salva. Te salva la gente.
O, mejor dicho, te salva lo que construyes con la gente cuando nadie está
mirando.
Por eso, si quieres sobrevivir
a la histeria navideña, no busques la luz en las calles. Las calles brillan
para cualquiera. La luz que importa es la que te reconoce: la que se enciende
cuando alguien te ve sin maquillaje emocional, cuando puedes ser un poco
desastre y aun así cabes. Esa luz no parpadea. Esa luz no se agota en enero.
El ruido de diciembre pasará,
como pasan casi todas las cosas que se creen eternas. Pero si queda la amistad
—si queda esa chispa que de pronto prende en el salón, una noche cualquiera—
seguirá habiendo esperanza.
Y quizá esa sea la única
tradición que merece la pena repetir.
«El deseo de quedar bien ante
los compañeros… supera con facilidad el mero interés individual.» (No sé si Elton
Mayo, filósofo australiano nacido el 26 de diciembre de 1880, tenía más interés
en su propia satisfacción individual o en la satisfacción colectiva de la gente
que le rodeaba, lo que si queda claro que describió una situación que no nos es
ajena)
Jade Thirlwall cumple hoy 33 años y hace 14 que ganó un concurso de jóvenes talentos (The X Factor) con la canción del vídeo que es un cover o dicho de otro modo, una versión.
Espiral
de purpurina
A camerinos, la laca crema el
nas i el gloss té gust de maduixa química. Ens agafem les mans: quatre polsos i
un sol batec. A fora, el públic rugeix com un mar que vol menjar-se l’escenari.
“Somriu”, diu algú per l’auricular, com si fos fàcil. S’obren les cortines i el
focus escalfa la pell fins fer-la sincera. Canto i em cau la por del pit: no
com una llàgrima, sinó com una bola de canó. I encara així, vuelo..

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