VIBRACIÓN
EN LA MESA
El teléfono de mi madre tembló
sobre la mesa con una insistencia casi corporal, como si alguien le tocara la
cintura desde dentro. No era una vibración: era un aviso. Una caricia con
prisa.
Yo estaba en esa casa
alquilada en Chautauqua, esperando el hueco correcto para hablar del maldito
prenupcial, con mi papel de hija adulta y mi voz de notario emocional. Ella se
duchaba. El agua sonaba como una lengua grande, descarada, golpeando el plato y
volviendo a empezar. Tarareaba. Y en ese tarareo había algo que no le conocía:
una alegría íntima, una risa que no pedía permiso.
El móvil volvió a moverse. Me
acerqué con la excusa de siempre: “por si es importante”. La responsabilidad es
un perfume que se pone uno para no admitir que está curioseando.
La pantalla se encendió y
apareció un nombre: Ed.
Debajo, un mensaje corto, sin
metáfora, sin pudor de juventud:
“Joder… me has dejado
ardiendo. Estoy imaginando tu boca. Tu pelo mojado. Y esa forma tuya de mirar
como si ya supieras lo que me vas a hacer.”
Sentí un golpe de calor en la
nuca, como si la vergüenza se me hubiera sentado en los hombros. No era
escándalo. Era… desconcierto. Mi madre, la mujer que me educó en el arte de
cerrar las piernas y abrir la Biblia, estaba ahora abriendo un hombre con palabras.
Y lo hacía con una naturalidad cruel, como si el deseo fuera por fin su idioma
natal.
El teléfono vibró otra vez.
Otro mensaje:
“No me contestes si estás con
tu hija. Pero dime luego: ¿te acuerdas de mis manos? Porque yo me acuerdo de
tus muslos.”
Me quedé clavada. Muslos. Esa
palabra, en su boca —en su pantalla— sonaba distinta, como si la lengua también
envejeciera y ganara filo. Me imaginé a mi madre escribiendo con un dedo lento,
con esa uña siempre perfecta, apoyada en el borde de la cama, aún con el vapor
pegado a la piel. Me la imaginé sonriendo hacia dentro, ese tipo de sonrisa que
no se enseña en fotos familiares.
La ducha se apagó. La cortina
corrió. Pasos descalzos. El aire de la casa cambió, como cambia una habitación
cuando alguien entra desnudo sin pedir perdón.
Ella apareció en el pasillo
con el pelo mojado pegado a la frente, un albornoz abierto lo justo para que la
tela no fuera un escudo sino una insinuación. Me miró. Y en esa mirada no había
culpa: había vida. La de verdad.
—¿Ha sonado? —dijo, como quien
pregunta si ha llegado el pan.
—Sí… —tragué—. Era tu
teléfono.
Lo cogió sin prisa, leyó, y la
comisura de su boca se levantó un milímetro. Solo un milímetro. Pero ese
milímetro fue una declaración de independencia.
Yo, que venía a hablar de
bienes, cláusulas y herencias, entendí de golpe lo único que no se firma: que
el riesgo no es perderlo todo. El riesgo es no arder nunca.
«Compartir la escritura es
escribir para otro: nadie escribe para sí solo.» (Comparto la afirmación de Iván
Egüez de quién hoy celebramos su 81 aniversario; también de lo que estoy seguro
es que a él le han leído más que a mí… o no)
La costura de la nit
Vaig estendre els llençols com
qui demana perdó. Eren blancs, però no innocents: feien olor de sabó barat i
d’una tristesa antiga, d’aquelles que no demanen permís. Tu dormies d’esquena,
amb el puny tancat, guardant una paraula que no vas dir. A fora, la ciutat
respirava fred; dins, el rellotge mastegava segons com si fossin un càstig
dolç. Em vaig quedar quiet, escoltant el teu silenci: era música lenta, i em va
cosir la pell.

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