sábado, 27 de diciembre de 2025

VIBRACIÓN EN LA MESA

El teléfono de mi madre tembló sobre la mesa con una insistencia casi corporal, como si alguien le tocara la cintura desde dentro. No era una vibración: era un aviso. Una caricia con prisa.

Yo estaba en esa casa alquilada en Chautauqua, esperando el hueco correcto para hablar del maldito prenupcial, con mi papel de hija adulta y mi voz de notario emocional. Ella se duchaba. El agua sonaba como una lengua grande, descarada, golpeando el plato y volviendo a empezar. Tarareaba. Y en ese tarareo había algo que no le conocía: una alegría íntima, una risa que no pedía permiso.

El móvil volvió a moverse. Me acerqué con la excusa de siempre: “por si es importante”. La responsabilidad es un perfume que se pone uno para no admitir que está curioseando.

La pantalla se encendió y apareció un nombre: Ed.

Debajo, un mensaje corto, sin metáfora, sin pudor de juventud:

“Joder… me has dejado ardiendo. Estoy imaginando tu boca. Tu pelo mojado. Y esa forma tuya de mirar como si ya supieras lo que me vas a hacer.”

Sentí un golpe de calor en la nuca, como si la vergüenza se me hubiera sentado en los hombros. No era escándalo. Era… desconcierto. Mi madre, la mujer que me educó en el arte de cerrar las piernas y abrir la Biblia, estaba ahora abriendo un hombre con palabras. Y lo hacía con una naturalidad cruel, como si el deseo fuera por fin su idioma natal.

El teléfono vibró otra vez. Otro mensaje:

“No me contestes si estás con tu hija. Pero dime luego: ¿te acuerdas de mis manos? Porque yo me acuerdo de tus muslos.”

Me quedé clavada. Muslos. Esa palabra, en su boca —en su pantalla— sonaba distinta, como si la lengua también envejeciera y ganara filo. Me imaginé a mi madre escribiendo con un dedo lento, con esa uña siempre perfecta, apoyada en el borde de la cama, aún con el vapor pegado a la piel. Me la imaginé sonriendo hacia dentro, ese tipo de sonrisa que no se enseña en fotos familiares.

La ducha se apagó. La cortina corrió. Pasos descalzos. El aire de la casa cambió, como cambia una habitación cuando alguien entra desnudo sin pedir perdón.

Ella apareció en el pasillo con el pelo mojado pegado a la frente, un albornoz abierto lo justo para que la tela no fuera un escudo sino una insinuación. Me miró. Y en esa mirada no había culpa: había vida. La de verdad.

—¿Ha sonado? —dijo, como quien pregunta si ha llegado el pan.

—Sí… —tragué—. Era tu teléfono.

Lo cogió sin prisa, leyó, y la comisura de su boca se levantó un milímetro. Solo un milímetro. Pero ese milímetro fue una declaración de independencia.

Yo, que venía a hablar de bienes, cláusulas y herencias, entendí de golpe lo único que no se firma: que el riesgo no es perderlo todo. El riesgo es no arder nunca.

«Compartir la escritura es escribir para otro: nadie escribe para sí solo.» (Comparto la afirmación de Iván Egüez de quién hoy celebramos su 81 aniversario; también de lo que estoy seguro es que a él le han leído más que a mí… o no)

Michael Pinder, hubiese cumplido hoy 84 años pero se quedó en 82. Tuvo tiempo de pasar muchas noches en blanco, no sé si por el satén o porque tenía alguna preocupación. Normal, tod@s tenemos alguna vez noches en vela.

La costura de la nit

Vaig estendre els llençols com qui demana perdó. Eren blancs, però no innocents: feien olor de sabó barat i d’una tristesa antiga, d’aquelles que no demanen permís. Tu dormies d’esquena, amb el puny tancat, guardant una paraula que no vas dir. A fora, la ciutat respirava fred; dins, el rellotge mastegava segons com si fossin un càstig dolç. Em vaig quedar quiet, escoltant el teu silenci: era música lenta, i em va cosir la pell.


No hay comentarios:

Publicar un comentario