UN BESO CON VEINTIÚN MILLONES DE AÑOS DE ANTIGUEDAD
El británico lo lee en voz
alta como quien entona un villancico a media luz, fingiendo distancia para que
no se le note la emoción. En la sala flota un olor limpio, casi íntimo, a papel
recién abierto y a piel que viene de la calle; y, por encima, esa luz fría de
los fluorescentes que intenta borrar la ternura… pero no acaba de atreverse.
—¿No es romántico? —añade, y
sonríe con la misma boca que acaba de desinfectar el mundo.
Su compañera no contesta. Está
mirando una recreación en 3D: una selva antigua, verde a reventar, con el aire
denso como una sopa. El audio no existe, claro, pero ella se imagina el sonido:
insectos como chasquidos, hojas como respiraciones, un trueno lejos que no
acaba de decidirse.
Y entonces, sin que la
pantalla tenga derecho a ese detalle, aparece el gesto.
Hace entre dieciséis y
veintiún millones de años, el suelo no era un suelo: era una alfombra viva que
se movía sola. La humedad pegaba la piel al pelo, el pelo a la piel, y todo
olía a fruta demasiado madura y a madera herida.
Él —pequeño, nervioso, con el
pecho aún con olor a leche vieja— salta a una rama baja y se queda quieto. No
por valentía: por sorpresa. La rama cruje como una verdad. Más arriba, otra
sombra se detiene.
Ella lo mira con esa calma
rara que tienen los animales cuando no necesitan fingir. Tiene una hoja pegada
en el lomo, como una etiqueta. Se la arranca con dos dedos y la deja caer. La
hoja tarda más en caer de lo que debería, como si el tiempo ya jugara a
estirarse.
Él hace un gesto torpe, un
avance que podría ser un desafío… si no le temblara el labio. Ella no
retrocede. No enseña dientes. No hay pelea. No hay premio. No hay comida.
Solo un hueco en el aire.
Él baja la cara hacia la suya,
lento, como si aprendiera a inventar la idea mientras la hace. Ella ladea la
cabeza apenas, un ajuste mínimo, el tipo de precisión que nadie aplaude. Los
dos respiran cerca. El aliento del uno trae fruta; el del otro, tierra.
Y la boca, de pronto, deja de
ser herramienta y se vuelve pregunta.
Los labios se tocan. No un
mordisco. No un golpe. Un roce dirigido, casi tímido. Una presión breve, como
si el mundo les hubiera enseñado mil cosas menos esa. Hay movimiento: un vaivén
pequeñísimo, inseguro, y sin embargo exacto. Un ensayo. Un error delicioso.
No hay transferencia de
alimento.
Solo un temblor compartido,
una curiosidad que se cuela por la piel como lluvia fina. Ella cierra los ojos
un instante —solo uno— y en ese gesto el bosque entero se queda callado, como
si también quisiera entender qué demonios acaban de hacer.
Él se separa primero,
confundido y orgulloso a la vez, como quien rompe algo sin querer y descubre
que por dentro hay luz. Ella se queda ahí, mirándolo, y se toca la boca con el
dorso de la mano, como si acabara de recibir una noticia.
Luego, como si nada… pero ya
nada igual, se alejan por ramas distintas.
En la pantalla del
laboratorio, el modelo sigue caminando. No hay música. No hay historia oficial.
Solo datos: estimación, rango temporal, “contacto oral-oral”.
La compañera del británico por
fin habla, bajito, con una crueldad cariñosa:
—Te das cuenta, ¿no? Al primer
beso lo matamos dos veces: una cuando lo convertimos en teoría, y otra cuando
lo llamamos romántico.
El británico vuelve a sonreír.
—Bueno… al menos no hubo
transferencia de alimento.
Y, por un segundo, a ella le
parece oír el bosque antiguo riéndose.
«Solo los hombres libres
pueden negociar.» (De libertad y de negociación sabían mucho en casa de Zindzi Mandela,
nacida el 23 de diciembre de 1960. Hija de Nelson y Winnie Mandela tuvo algún
tiempo para pasar su madurez en compañía de sus padres en libertad)
Alquien me ha dicho que la señora del vídeo cumple 58 magníficos años (el calendario, por supuesto) La justicia ha querido que lo celebre con su marido libre como todo buen defraudador.
Algú m’ha dit
El metro sacseja i, dins la
butxaca, el mòbil vibra com un peix petit. No l’obro. Ja sé què diu el
missatge: “Algú m’ha dit…”. Sempre comença així, com si l’amor fos una notícia
de bar i no una pell.
A fora, plou fi. L’aigua
dibuixa camins a la finestra i jo hi veig els nostres, els que no vam fer.
Recordo la teva rialla —curta, insolent— i em fa mal com una etiqueta que no
marxa.
Quan surto, el rumor ja no
pesa. El que pesa és el teu silenci.

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