martes, 23 de diciembre de 2025

UN BESO CON VEINTIÚN MILLONES DE AÑOS DE ANTIGUEDAD



“Interacción no agonística que implica un contacto oral-oral dirigido, intraespecífico, con cierto movimiento de los labios/partes bucales y sin transferencia de alimento”.

El británico lo lee en voz alta como quien entona un villancico a media luz, fingiendo distancia para que no se le note la emoción. En la sala flota un olor limpio, casi íntimo, a papel recién abierto y a piel que viene de la calle; y, por encima, esa luz fría de los fluorescentes que intenta borrar la ternura… pero no acaba de atreverse.

—¿No es romántico? —añade, y sonríe con la misma boca que acaba de desinfectar el mundo.

Su compañera no contesta. Está mirando una recreación en 3D: una selva antigua, verde a reventar, con el aire denso como una sopa. El audio no existe, claro, pero ella se imagina el sonido: insectos como chasquidos, hojas como respiraciones, un trueno lejos que no acaba de decidirse.

Y entonces, sin que la pantalla tenga derecho a ese detalle, aparece el gesto.

Hace entre dieciséis y veintiún millones de años, el suelo no era un suelo: era una alfombra viva que se movía sola. La humedad pegaba la piel al pelo, el pelo a la piel, y todo olía a fruta demasiado madura y a madera herida.

Él —pequeño, nervioso, con el pecho aún con olor a leche vieja— salta a una rama baja y se queda quieto. No por valentía: por sorpresa. La rama cruje como una verdad. Más arriba, otra sombra se detiene.

Ella lo mira con esa calma rara que tienen los animales cuando no necesitan fingir. Tiene una hoja pegada en el lomo, como una etiqueta. Se la arranca con dos dedos y la deja caer. La hoja tarda más en caer de lo que debería, como si el tiempo ya jugara a estirarse.

Él hace un gesto torpe, un avance que podría ser un desafío… si no le temblara el labio. Ella no retrocede. No enseña dientes. No hay pelea. No hay premio. No hay comida.

Solo un hueco en el aire.

Él baja la cara hacia la suya, lento, como si aprendiera a inventar la idea mientras la hace. Ella ladea la cabeza apenas, un ajuste mínimo, el tipo de precisión que nadie aplaude. Los dos respiran cerca. El aliento del uno trae fruta; el del otro, tierra.

Y la boca, de pronto, deja de ser herramienta y se vuelve pregunta.

Los labios se tocan. No un mordisco. No un golpe. Un roce dirigido, casi tímido. Una presión breve, como si el mundo les hubiera enseñado mil cosas menos esa. Hay movimiento: un vaivén pequeñísimo, inseguro, y sin embargo exacto. Un ensayo. Un error delicioso.

No hay transferencia de alimento.

Solo un temblor compartido, una curiosidad que se cuela por la piel como lluvia fina. Ella cierra los ojos un instante —solo uno— y en ese gesto el bosque entero se queda callado, como si también quisiera entender qué demonios acaban de hacer.

Él se separa primero, confundido y orgulloso a la vez, como quien rompe algo sin querer y descubre que por dentro hay luz. Ella se queda ahí, mirándolo, y se toca la boca con el dorso de la mano, como si acabara de recibir una noticia.

Luego, como si nada… pero ya nada igual, se alejan por ramas distintas.

En la pantalla del laboratorio, el modelo sigue caminando. No hay música. No hay historia oficial. Solo datos: estimación, rango temporal, “contacto oral-oral”.

La compañera del británico por fin habla, bajito, con una crueldad cariñosa:

—Te das cuenta, ¿no? Al primer beso lo matamos dos veces: una cuando lo convertimos en teoría, y otra cuando lo llamamos romántico.

El británico vuelve a sonreír.

—Bueno… al menos no hubo transferencia de alimento.

Y, por un segundo, a ella le parece oír el bosque antiguo riéndose.

«Solo los hombres libres pueden negociar.» (De libertad y de negociación sabían mucho en casa de Zindzi Mandela, nacida el 23 de diciembre de 1960. Hija de Nelson y Winnie Mandela tuvo algún tiempo para pasar su madurez en compañía de sus padres en libertad)

Alquien me ha dicho que la señora del vídeo cumple 58 magníficos años (el calendario, por supuesto) La justicia ha querido que lo celebre con su marido libre como todo buen defraudador.


Algú m’ha dit

El metro sacseja i, dins la butxaca, el mòbil vibra com un peix petit. No l’obro. Ja sé què diu el missatge: “Algú m’ha dit…”. Sempre comença així, com si l’amor fos una notícia de bar i no una pell.

A fora, plou fi. L’aigua dibuixa camins a la finestra i jo hi veig els nostres, els que no vam fer. Recordo la teva rialla —curta, insolent— i em fa mal com una etiqueta que no marxa.

Quan surto, el rumor ja no pesa. El que pesa és el teu silenci.



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