LA ETERNA JUVENTUD DE DON MANOLO
Don Manolo llevaba muerto veinte años, pero eso no le impedía seguir recibiendo su pensión. Su esposa, Doña Lola, lo supo desde el primer día, pero decidió que tal vez no era necesario decírselo a las autoridades. Al fin y al cabo, no todos los días la vida te regala un ingreso extra, y menos si viene de un difunto.
Una mañana cualquiera, mientras Doña Lola tomaba su café (con una tostada tan dura como sus principios), apareció en su puerta el inspector de pensiones, un tipo tan enjuto que daba la impresión de que llevaba un pacto secreto con la muerte para no envejecer, pero sin los beneficios de cobrar por ello.
—Doña Lola, he venido por un asunto delicado. Se trata de Don Manolo —dijo el inspector, ajustándose las gafas que parecían caérsele del susto que anticipaba.
—Ah, Don Manolo... Mi difunto esposo —respondió ella con una sonrisa afilada mientras metía otro sorbo de café en su boca.
El inspector, confuso, parpadeó un par de veces.
—¿Difunto? Pero según nuestros registros, su esposo cumplió 112 años la semana pasada. Y, por lo que veo, sigue recibiendo su pensión.
Doña Lola dejó la taza sobre la mesa con calma. Era un movimiento que había perfeccionado, como quien hace malabares con las verdades a medias.
—Oh, querido, ¿y quién soy yo para contradecir a los registros? —respondió, encogiendo los hombros—. A lo mejor es que el alma de Manolo sigue por aquí. Yo siempre lo noto en casa, sobre todo cuando falla la caldera.
El inspector frunció el ceño, algo desconcertado. Había escuchado historias absurdas, pero esta se llevaba la palma. Aunque, claro, nada superaba el caso de Okinawa, donde un tercio de los supuestos centenarios ya habían sido incinerados sin avisar a la burocracia.
—Doña Lola, sé que puede resultar difícil aceptar, pero... Don Manolo no puede seguir cobrando su pensión si está... bueno, si está muerto.
Doña Lola se levantó, fue hasta el viejo baúl que hacía de improvisado mueble de la sala, y sacó una caja metálica. Dentro, varias cartas, papeles amarillentos y un par de fotos de bodas que parecían haber sobrevivido a varias generaciones. Entre ellos, el documento que ella había estado esperando mostrar.
—Aquí tienes su partida de nacimiento. Siéntete libre de comprobarla. Es auténtica —dijo, entregándole la hoja con una mueca que oscilaba entre la picardía y la resignación.
El inspector la tomó y la examinó con una ceja levantada.
—¿1922? —balbuceó—. Esto... Pero no hay un certificado de defunción.
—Ah, claro que no. Manolo nunca se molestó en pedir uno —respondió Lola, frotándose las manos con evidente sarcasmo.
—¿Y no pensó en notificarlo?
—Oh, querido, cuando uno está muerto, las notificaciones dejan de tener prioridad —replicó ella, mordiéndose la lengua para no soltar una carcajada.
El inspector decidió que era mejor dejar el tema en manos más especializadas. Sabía que algunos registros estaban mal, otros peor, y que la esperanza de vida en algunos países se había convertido en una farsa que ni el más crédulo de los burócratas podía creerse. Pero esto... esto ya era otro nivel.
—Bueno, Doña Lola, creo que necesitaremos revisar más a fondo este caso.
—Claro, claro, revisa cuanto quieras. Si encuentras algo que te haga pensar que mi Manolo está en alguna playa cobrando la pensión, me avisas. —Le dedicó una última sonrisa antes de que el inspector saliera de la casa, sin más respuestas de las que había traído.
Doña Lola volvió a su café, tranquila. Sabía que aquello duraría lo que tenía que durar. Después de todo, si los de Okinawa habían logrado mantener muertos en los registros durante décadas, ¿por qué su Manolo no podía seguir haciéndolo?
—Feliz 112, Manolo. —Le susurró al aire, mientras la tostada crujía bajo sus dientes como una conspiración bien llevada.
«En tiempos de corrupción es cuando más leyes se dan» (Étienne Bonnot de Condillac, nacido el 30 de setiembre de 1715 ¡Ya me parecía a mí que en este país se legislaba mucho!)
Hoy hubiese cumplido 77 años pero se plantó en una edad más acorde con la vida que llevaba: 30. Le dió tiempo para hacer el vídeo con una canción que mira que hemos bailado l@s de mi época a ritmo de láser.
Ritme a la foscor
El cotxe avançava per la carretera deserta, la lluna il·luminant la pols en suspensió. Ell portava una mà al volant i l’altra buscant la ràdio, perseguint un ritme que fes vibrar la nit. De sobte, va aparèixer ella al marge, amb un somriure felí i ulls plens de promeses. La porta es va obrir sense paraules, només el batec d’un riff elèctric omplint l’aire. Mentre conduïen cap a l’horitzó, la música esclatava com una descàrrega, i el món desapareixia, quedant només el so, el desig i aquell instant infinit. "Vinga, encén el motor", va dir ella amb veu suau.