domingo, 19 de octubre de 2025

POSIBILIDAD

 Abren la puerta. Suena la bisagra. Entran sin mirarme. Me quedo quieto.

Aprendí que el poder no es hacer, sino saber que puedo. Afilar un trozo de plástico lleva poco: raspar, probar el filo, guardarlo en el bolsillo. No hace falta más.

A esta hora el pasillo huele a lejía. Ellos pasan cerca. Respiro hondo. Mido la distancia. El aire detrás del cuello tiembla cuando una mano se acerca. El cuerpo lo nota antes que la cabeza.

Pienso en usarlo. No lo uso. Hoy tampoco. Me basta con saberlo, con sentir el peso en la camisa.

Se van. La puerta se cierra. El ruido termina. Queda el silencio. Y yo, todavía capaz.

«Para un pueblo hambriento e inactivo, la única forma en que Dios puede aparecer es en comida y trabajo.» (Tenía razón Miguel Ángel Asturias, nacido el 19 de octubre de 1899 con esa afirmación, pero Dios hace mucho tiempo que solo se aparece a l@s mism@s. Fue premio nobel de literatura en 1967, cuando los Nobel tenía sentido)

Hoy cumple 35 años (ya podéis hacer restas y sumas) cantando en su banda de pop sueco. Ella es de padre iraní y madre española. Vamos que es una cantante que bien podría representar a la ONU. 

 El moment de soltar

Vaig plegar el record com una samarreta vella i el vaig deixar a la finestra.
El vent el va provar, com si li anés la talla.
Tu reies a la cuina: gota de mel, gota de vinagre.
Vaig respirar a fons, comptant taques a les rajoles, i el món, tossut, no s’aturava.
Quan la tassa va fer clic al platet, vaig entendre-ho:
l’amor no es guarda al calaix; o viu o pesa.
Vaig obrir el puny.
El frufrú del buit em va fer companyia.
I vaig marxar lleuger.

 

 

sábado, 18 de octubre de 2025

EL DÍA EN QUE FUIMOS PERSONAS

18 de octubre de 1929.

El pan huele a estufa y a prisa. La radio, un mueble con secretos, tose, y luego la voz de un hombre atraviesa la cocina como una carta mal abierta. Dice Londres. Dice Consejo Privado. Dice ‘personas’. Me queda mantequilla en el pulgar y una risa que no sé de quién es.

—¿Qué han dicho? —pregunta mi madre desde la ventana, donde mira la calle como si fuera a nevar dentro del cristal.

—Que somos personas —le respondo, y suena ridículo, como si le anunciasen a un pez que el agua es mojada.

Dejo el pan en el plato, apago la estufa. En el pasillo cuelga el abrigo que heredé de mi tía: bolsillos profundos, hombros de otra época. Lo llevo como quien lleva un mapa que no sabe leer. La voz insiste desde el aparato: Edwards contra Canadá, Consejo Privado de Su Majestad. Cinco nombres que ya conozco sin haberlas visto nunca: Emily Murphy, Nellie McClung, Henrietta Muir Edwards, Louise McKinney, Irene Parlby. Las repito en silencio como si fuesen los puntos cardinales de una brújula nueva.

Mi padre carraspea en la habitación del fondo. No entra. Está aprendiendo a no opinar cuando la historia le pisa el felpudo. A veces imagino su corazón como un reloj de bolsillo: pesado, exacto, incapaz de adelantar un minuto por pura ilusión. Si le digo ‘personas’, me dirá ‘ya veremos’; tiene el talento de convertir cada victoria en condición suspensiva.

Salgo a la calle. El aire de Montreal muerde las orejas y empuja la noticia por las aceras. Las mujeres se miran de reojo, como si acabaran de reconocerse en el espejo después de años hablando con la sombra. Una maestra del barrio sonríe con todos los dientes: no es solo la radio; es una grieta en la pared. La primera, quizá, de una casa que llevaba demasiado tiempo sin ventanas.

En la esquina me espera Clara, guantes de lana, ojos de té fuerte.

—Entonces, ¿ya no seremos ‘señoras’ de nada? —dice, medio en broma.

—Seremos personas —respondo—, que es más que un adjetivo. Es llave.

—Llave para abrir qué —pregunta—, si las puertas siguen en manos de los mismos.

—Para empezar, una puerta con escalinata y moqueta: el Senado. Luego vemos.

Me rio, pero la risa se me cae a los zapatos. Pienso en las que no están incluidas en esta palabra pulida, en las que la ley sigue sin pronunciar con claridad: mujeres indígenas, mujeres chinas, japonesas, las que conocen el invierno desde el otro lado del mostrador. Las pronuncio por dentro para que nadie me las robe. Una palabra no puede declararnos enteras si deja fuera la mitad de nuestro alfabeto.

La radio en el colmado repite Londres. Lord Sankey, dicen. El tendero me pregunta qué celebramos y no sé cómo explicarle que es como si nos hubiesen devuelto el nombre que firmábamos con tinta invisible. Compro harina como quien compra una bandera que no quiere colgar todavía. Clara señala un cartel de sombreros: ‘Elegancia para damas’. Lo arranca con cuidado y me lo da.

—Para el álbum —dice—. Para recordar que hoy una palabra se volvió porosa.

Volvemos andando, con el papel bajo el brazo. En mi calle, la nieve de diciembre todavía no es, pero el frío ya pronuncia las sílabas. Los hombres a la salida de la fábrica fuman en silencio. No parecen hostiles; parecen confundidos, como cuando aparece un piano en mitad de una obra.

—¿Y ahora qué? —pregunta mi madre cuando entro—. ¿Se come de ser persona?

—Se respira mejor —le digo—. Y a veces, con eso basta para vivir un poco más.

Le ayudo con las patatas. Mis manos, que han limpiado demasiados suelos y demasiado poco desprecio, van más rápidas que mis pensamientos. Agradezco el ruido del cuchillo contra la tabla: es un modo de latir que no me pide permiso. Enciendo la radio otra vez, bajo el volumen. Repasan la historia como si fuese un desfile: el Tribunal de aquí dijo no; el de allá, sí. Pienso en el océano como un juez que separa y une con la misma mano.

—Me gustaría verles la cara a esas cinco —dice mi madre—. Deben tener una risa que parte nueces.

—Y cicatrices donde nadie mira —añado.

Por la tarde paso por la escuela. La señorita Lamarque abre el aula para nosotras. Nos sentamos en los pupitres como niñas sin excusa. Alguien ha traído una tarta. La noticia nos sabe a azúcar y a hierro, como si la vida fuera una caja de herramientas que alguien por fin desprecintó. Una joven dice que quiere estudiar leyes. Otra suspira: ‘yo, escribir’. Nos miramos con un pudor que ahora tiene menos miedo. No es que la ciudad haya cambiado; hemos cambiado nosotras de postura.

—Me pregunto si mañana nos dolerán los músculos de mantenernos erguidas —dice Clara.

—Si duele es que crecen —le respondo.

Al salir, el cielo está lavado. Un hombre con sombrero nos da paso en la acera; lo hace con torpeza, como si la cortesía hubiera aprendido esta mañana a caminar. Me arde la piel de las manos dentro de los guantes. De pronto la calle parece escribible. Recuerdo a Louise, a Emily, a Irene, a Nellie, a Henrietta, nombres que ahora brillan como los de las calles que aún no existen. Las repito otra vez, por si el viento quiere llevárselas. No las suelto.

En casa, mi padre está sentado con el abrigo puesto. La radio duerme. Me mira como si no supiera dónde guardarme.

—¿Entonces? —dice—. ¿Ahora te nombran senadora?

—Ahora puedo imaginarlo sin pedir perdón por la audacia —contesto.

—Imagina, pues —dice él, y es lo más parecido a una bendición que me ha dicho nunca.

Esa noche sueño con una cámara donde las sillas no tienen dueño. Me siento y no pido permiso. Desde el techo cuelgan palabras como lámparas: persona, voto, herencia, justicia. Al despertar, la casa huele a sopa y a posibilidad. Me miro en el espejo pequeño del pasillo. He pasado la vida mirándome de cerca para no ver el marco. Hoy, por fin, echo un paso atrás: entro en el cuadro.

Es tarde. Clara golpea la puerta: tres golpes cortos, uno largo, nuestra contraseña de niñas.

 —Vamos —dice—. Quiero caminar la ciudad con este cuerpo recién nombrado.

Nos abrigamos. Bajamos. La calle se nos ofrece como un papel en blanco, pero con huellas. Hacemos un pacto rápido, sin solemnidades: cada vez que una ley nos diga que somos menos, responderemos con la vida entera. Y si la ley no nos nombra a todas, aprenderemos a escribir nombres en los márgenes, hasta que los márgenes se queden sin sitio y la página tenga que ensancharse.

En la esquina, la radio del colmado vuelve a decir Londres, Consejo Privado, personas. El locutor parece un niño orgulloso mostrando un diente recién caído. Clara me aprieta la mano. Yo aprieto el papel de los sombreros. —¿Sabes? —me dice—. Hoy siento que he aprendido a pronunciar mi propio nombre.

—Y yo —respondo— que no volveré a aceptarlo en diminutivo.

Seguimos andando. La ciudad nos mira. No sabe todavía cómo llamarnos. No importa. Ya lo dijimos nosotras.

«Excluir a las mujeres de todos los cargos públicos es un vestigio de días más bárbaros que los nuestros.» (Esta frase la escribió John Sankey en la decisión del Persons Case -Edwards v. Canada, el 18 de octubre de 1929- que sostuvo que las mujeres eran “personas” aptas para el Senado. Por cierto el tal Sankey fue Lord High Chancellor, vamos, que no era precisamente de izquierdas)
 
La música de hoy viene en blanco y negro aunque, el ritmo, es de colores muy vivos.
 

Fusta i espurnes

El Johnny del meu barri no sabia llegir pentagrames, però feia ballar els fanals. Rasca, rasca, i la tarda s’obria com una ampolla xampollejant. La mare li deia que estudiés alguna cosa seriosa; ell afinava la guitarra amb el soroll del tramvia. Una nit, a la plaça, va tocar tan fort que el rellotge municipal va perdre els minuts. “No paris”, li vaig xiuxiuejar. Va somriure com qui roba llum i la torna multiplicada. Encara avui, quan passa el tren, juro sentir els seus dits corrent per la via.

El bonus track del mismo ritmo con el más grande de todos... 


Uufffff... y aquí con otra leyenda... viva...

 

 

viernes, 17 de octubre de 2025

EL ÚLTIMO GUERRERO

 

El túnel respiraba por heridas. Cada bocanada de humo sabía a pila chupada y a miedo con saldo. La luz de emergencia sangraba en los azulejos; el metro detenido gemía como un animal viejo. Yo caminé primero, con la garganta ardiendo y los ojos empañados por algo que no era humo.

—¿Hay alguien? —pregunté, y la voz me volvió rota. Del fondo me contestó un chisporroteo y después él: casco en la mano, el costado hundido, el pecho subiendo a trompicones. Tenía los labios partidos, un hilo oscuro bajando al mentón. Nos miramos como dos niños que esconden la honda detrás de la espalda.

—¿Eres de los míos? —dijo, con una fragilidad que no venía en el uniforme.

Me dolieron los nudillos sin saber por qué. Recordé la carrera, el tropel, el golpe sordo contra una nuca anónima, la mentira que decimos para dormir: que hay bandos, que la culpa siempre lleva otro nombre. Podía decir que sí, podía acabar allí mismo la geometría de mi vida.

—No —respondí—. No soy de los tuyos.

Algo metálico rodó y me tocó la bota. Un lanzador apagado. Lo levanté y me tembló el antebrazo, como si pesara la historia. Él dio un paso. Olía a plástico caliente y a miedo recién planchado. Me vio entero: sudadera con una A rota, manos tiznadas, ojos salinos.

—Entonces… ¿no eres policía? —preguntó casi aliviado.

Negué. Se le descosió una sonrisa mínima. —Nuestro último guerrero murió anoche —susurró, como quien nombra a un hermano.

Me tragué el gusto metálico que me subía a la lengua.

—Entonces la guerra se ha terminado —dije.

Él asintió apenas. No había épica, solo el cansancio limpio del después. —¿Y quién ganó? ¿Vosotros o nosotros?

El humo respondió con un quejido eléctrico. Tiré el arma al túnel, donde las sombras aprenden a respirar bajo el agua. Le tendí la mano. Era caliente, frágil, humana: una luz de cuerpo chocando contra otra. La apretó, y algo por dentro hizo clic, como un interruptor que vuelve a casa.

—Nosotros —le dije—. Tú y yo.

Subimos por la pasarela. El aire fresco me pellizcó la cara; llevaba sal, óxido y una promesa absurda. A lo lejos, el primer convoy volvió a latir. No sabíamos qué dirían afuera, ni quién firmaría el parte. Solo que, por una vez, el mundo se sostenía en la presión tibia de dos manos sucias.

«Se puede decir que una época termina cuando se agotan sus ilusiones básicas.» (Esta frase de Arthur Miller, nacido tal día como hoy de 1915, me ha hecho reflexionar durante un rato. Justo hasta que se me ha acabado la época de la meditación)

La señora estupenda del vídeo protagonizó el "streptease" más casto de la historia del cine. Un desnudo integral de brazo. Sin embargo eso le hizo merecedora de una ostia memorable que será recordada eternamente. Hoy hubiese cumplido 107 años pero es mucho mejor recordarla como aparece en la escena. 

El guant que no cau

La nit s’obre com un guant mig tret. Al bar, algú busca culpables i jo, amb el llavi mossegat, assenteixo: “a la Mame, sempre a la Mame”. A fora, el vent fa de recluta: arrossega promeses, escampa fum i perfum barat. Ballo amb l’ombra d’algú que ja no hi és; em queda la seva rialla penjada del colze, com seda terca. Quan cau la primera mentida, ningú mira a terra. Jo sí. Hi ha un botó brillant que no és meu. I el recullo.