sábado, 4 de enero de 2025

 EL CLUB DE LAS VERDADES INCÓMODAS (I)

La primera regla del Club de las Verdades Incómodas era simple: nada de verdades superficiales. Fue Mario, el supuesto “moderador”, quien la propuso en la primera reunión. Reunidos en un pequeño café del centro, cada uno llegó con motivaciones diferentes, y con historias que parecían converger de manera fortuita. Camila conocía a Mario desde una sesión de terapia grupal donde ambos habían participado. Jaime, un amigo en común, se enteró de la reunión por un mensaje ambiguo de Mario que prometía una "experiencia reveladora". Elena, en cambio, había sido reclutada por Camila, quien intuía que su vecina, siempre tensa y evasiva, tenía secretos que deseaba soltar.

Aquella noche lluviosa, el café del centro fue el punto de encuentro donde llegaron con paraguas mojados y miradas nerviosas. El local, casi desierto, tenía una atmósfera acogedora pero cargada de expectativa. Mario había elegido el lugar porque el dueño, un amigo de confianza, prometió discreción absoluta. Allí, entre tazas de café tibio y cuadernos abiertos, propusieron las reglas del Club. Cada uno expuso sus ideas: Camila sugirió la confidencialidad, Jaime añadió el pacto de no juicios, y Mario estableció que solo las verdades que removieran el alma eran dignas de compartirse. La regla se escribió en un cuaderno viejo que alguien llevó por casualidad, junto con otras normas que terminarían cayendo en el olvido, como la prohibición de grabar las sesiones. Aquella noche se selló un pacto verbal: solo las verdades que dejaban huellas profundas eran dignas de ser compartidas. Nadie quería escuchar que odiabas la pizza con piña o que habías usado calcetines diferentes el día anterior. Las confesiones debían quemar, retorcerse en la garganta como un alambre de espino, dejar huellas visibles en la habitación.

Era una noche de jueves en un almacén abandonado del distrito industrial. La sala, apenas iluminada por bombillas desnudas que parpadeaban como si también dudaran de estar ahí, estaba impregnada de un olor dulzón, cortesía del incienso barato encendido en una esquina. Los miembros del club ocupaban sus asientos en un círculo improvisado: sillas plegables, cajas de madera, y un cojín desgastado que ya nadie quería usar.

Al centro, una mesa de metal reluciente sostenía un reloj de arena, cuya arena negra comenzaba a deslizarse. Cada grano marcaba el tiempo para la siguiente verdad. Era el turno de Camila.

—Yo… robé el dinero para el tratamiento de mi hermana —dijo, su voz temblando como una cuerda tensada al límite—. Se murió porque preferí pagar mis deudas.

El silencio cayó sobre la sala como un peso plomizo. Nadie respiraba. Nadie parpadeaba. La verdad flotaba en el aire, pesada y abrasadora, como un hierro candente suspendido a punto de caer.

—¿Lo harías de nuevo? —preguntó Samuel, su tono inexpresivo, los ojos hundidos en las sombras de la sala.

Camila apretó los labios y asintó. Esa era otra regla: no se admitía arrepentimiento forzado.

Mario, el supuesto “moderador” del Club, golpeó la mesa.

—Bien. Camila, tu tiempo ha terminado. Siguiente. ¡Pasa el reloj!

El reloj de arena se deslizó hacia Elena, una mujer de cuarenta y tantos con el cabello recogido en un moño apretado. Sus manos temblaban mientras giraba el reloj. La arena comenzó a caer de nuevo. Respiró hondo, cerró los ojos y escupió:

—Llevo dos años espiando a mi vecina. Sé que engaña a su esposo. Y… también sé que el niño que tienen juntos no es de él. ¿Feliz ahora?

Lo que inició como una reunión cargada de nervios y expectativa pronto se transformó en algo más oscuro y visceral. Aquellos encuentros parecían catárticos: Camila confesaba para aliviar su culpa, Jaime probaba los límites de la honestidad brutal, y Elena buscaba un lugar donde sus secretos fueran escuchados sin juicio. Pero no pasó mucho tiempo antes de que las confesiones cada vez más brutales,  comenzaran a convertirse en armas. No se trataba de purgar secretos, sino de sobrevivir a la mirada juzgadora del círculo.

Como cuando Jaime admitió que había manipulado el informe de ventas para quedarse con el reconocimiento que merecía su compañera Clara, solo para que Clara, en la sesión siguiente, revelara que había grabado en secreto la conversación donde Jaime confesaba su hazaña. O aquella vez en que Samuel admitió haber saboteado una relación amorosa por pura envidia, y la pareja en cuestión, ambos miembros del Club, usó esa confesión como motivo para humillarlo públicamente en una cena. Cada verdad era un disparo, y el eco retumbaba durante semanas. Y aún así, nadie dejaba de venir.

«Puedo calcular el movimiento de los cuerpos celestes, pero no la locura de la gente» (Esto lo dijo Isaac Newton en algún momento entre el 4 de enero de 1643 y el 31 de marzo de 1727; nadie ha podido adelantarle en el cálculo de la locura)

Y que cumplas muchos más de los 47 de hoy aunque si vas propulsada por el vehículo del vídeo no se yo.

El calaix buit

Havies deixat el calaix obert, com si encara hi quedés alguna cosa per dir. Entre papers gastats i fotografies descolorides, vaig buscar els nostres diumenges perduts, les rialles a mitges i aquell somni que ens va escapar volant. Però només hi havia silenci, un buit fred que semblava cantar. "Tenia tant per donar-te", deia una veu que no era meva. I llavors vaig entendre: era teu, tot el que em faltava. Vaig tancar el calaix amb un cop sec, com qui apaga la llum. No quedava res més a buscar. Ni a guardar.


 

 

viernes, 3 de enero de 2025

CÓDIGO DE CONFUSIÓN

Lucía siempre decía que las mejores ideas nacen en los bares. Aquella noche no fue diferente. Entre risas y cañas, Diego, su mejor amigo desde el instituto, dejó caer una frase que se quedó flotando en el aire como un dardo lanzado al blanco:

—Entonces, si somos tan buenos amigos... ¿por qué no funcionó cuando lo intentamos?

Lucía soltó una carcajada nerviosa, como si ese dardo hubiera pasado demasiado cerca del corazón.

—Porque funcionamos mejor de esta manera, Diego. Nos queremos sin tener que complicarnos la vida.

Diego asintió, pero su sonrisa tenía el filo de una hoja que corta apenas al rozar. El tema quedó enterrado bajo una montaña de patatas bravas y música alta, pero Lucía no pudo dejar de darle vueltas. Cada mirada de Diego, cada gesto casual, parecía cargar con un mensaje cifrado que ella no sabía si quería descifrar.

A la mañana siguiente, despertó con la cabeza embotada y un recuerdo nítido: los ojos de Diego justo antes de despedirse. Había algo en ellos, algo que no había visto en sus últimos veinte años de amistad. Lucía decidió ignorarlo. Las amistades largas tienen capas, se dijo. No vale la pena pelarlas todas.

El siguiente viernes, Diego la invitó a una exposición de arte contemporáneo. Sabía que a Lucía le gustaban las piezas que nadie entendía, las que hacían a la gente fruncir el ceño.

—Esto se llama “Compromiso” —le dijo Diego, señalando una instalación de cables enredados que colgaban del techo como una telaraña futurista—. El autor dice que representa las relaciones humanas.

Lucía rio.

—¿Crees que somos esto? ¿Un nudo imposible de deshacer?

Diego se encogió de hombros.

—Tal vez. Pero yo diría que somos más bien una cuerda floja. Si alguien se mueve demasiado, nos caemos.

Por primera vez, Lucía sintió el peso de esas palabras. Esa noche, al despedirse, Diego la abrazó de una forma que no era típica. No era un abrazo de “¿nos vemos luego?”. Era un abrazo de “algo está cambiando y no sé cómo detenerlo”.

Pasaron semanas. Lucía intentó mantener la normalidad, peo cada conversación con Diego se sentía como caminar por un campo minado. La tensión creció hasta que una noche, después de unas copas, Diego la confrontó.

—Dime la verdad, Lucía. ¿Nunca te lo has preguntado? ¿Qué pasó? ¿Por qué no?

Lucía sintió el nudo en la garganta.

—Claro que me lo he preguntado. Pero también me he preguntado qué perderíamos si las cosas salieran mal.

—¿Y si salieran bien? —replicó Diego, con los ojos cargados de esperanza.

Ella no respondió. Solo bajó la mirada y cambió de tema.

El giro llegó una tarde cualquiera. Lucía caminaba por la calle cuando vio a Diego sentado en una terraza, riendo con una mujer. Una mujer que no era ella. Había algo diferente en la forma en que la miraba. Era cálido, sin los destellos de incertidumbre que ella conocía tan bien.

Cuando Diego la vio, se levantó y la saludó con entusiasmo. La mujer también sonrió, pero con una calma que le perforó el alma.

—Ella es Paula —dijo Diego—. Nos conocimos hace unas semanas.

Lucía sonrió, como si el corazón no estuviera latiendo fuera de ritmo.

—Encantada.

Ese día, al despedirse, Diego no la abrazó como de costumbre. No hubo nudos ni cuerdas flojas, solo un gesto ligero, como quien cierra un libro que ya sabe cómo termina.

Esa noche, Lucía regresó a casa y, por primera vez, lloró por Diego. No por el amigo, sino por el amor que nunca se permitió sentir. Y mientras el llanto la arrullaba, comprendió que el amor y la amistad no siempre se distinguen por cómo comienzan, sino por cómo terminan.

«No todos los que vagan están perdidos» (J. R. R. Tolkien, nacido el 3 de enero de 1892 para escribir “El señor de los anillos”; por cierto la frase es de esa obra y no se refiere a los vagos de no hacer nada, se refiere a los que deambulan sin rumbo pero saben dónde van. Un poco lío pero comprensible)

Y que cumplas muchos más de los 80 de hoy y sigas con tus canciones protesta para que la gente tenga un sentido hacia dónde debe ir.

Sense sentit

El carrer, un riu de gent enfadada, cridant consignes al vent. Les sirenes, un lladruc incessant, trencant la nit. Ell, solitari al mig de la multitud, sentia una estranya sensació de pertinença i alhora d'alienació. Tot semblava sense sentit, un caos sense forma. I en aquell moment de màxima confusió, va entonar amb els altres una melodia de rebel·lia, una cançó que expressava el descontentament d'una generació.