jueves, 10 de abril de 2025

LADRILLO A LADRILLO

Cuando saqué el DynaTAC 8000X del maletín frente a la chica de marketing, se me cayó la columna vertebral por la C. vertebral. Ella no parpadeó. Dijo “¡guau!” como si hubiera visto un meteorito prehistórico en un escaparate de Tiffany’s. Yo sonreí como quien sostiene el futuro en una garra.

Era 1984 y el mundo olía a laca, capitalismo y paranoia. Wall Street estaba de subidón, Reagan sonreía como si entendiera lo que pasaba y los ejecutivos como yo empezábamos a medirnos los móviles como quien mide otra cosa.

Aquel teléfono era un ladrillo. No una metáfora. Un ladrillo de 800 gramos, blanco como una tostadora de hospital, con antena telescópica y un botón que decía “send” como si fueses a lanzar un misil. Costaba casi cuatro mil dólares. Lo mismo que un coche usado o tres años de terapia. Elegí el teléfono. ¿Quién necesita terapia cuando puedes llamar a tu abogado desde un semáforo?

Recuerdo la primera llamada: a mi madre. Me dijo: “¿Desde dónde me llamas?”. Le dije: “Desde la calle, mamá”. Ella se quedó en silencio, como si le hubiera confesado que me había unido a una secta.

—¿Y por qué? —preguntó, genuinamente desconcertada.

—Porque puedo —respondí, con esa mezcla de arrogancia y vacío que define toda revolución tecnológica.

No sabíamos que estábamos construyendo la jaula. Ladrillo a ladrillo.

Con el tiempo, dejé de usar el teléfono para llamar. Empecé a mostrarlo. En las reuniones, lo colocaba sobre la mesa como quien deja una pistola descargada entre el café y el donut. En los bares, lo sacaba del maletín como si estuviera extrayendo un cetro. Las miradas eran de respeto. O de lástima. Difícil distinguir.

Recuerdo a un tipo en un cóctel —juraría que era guionista de Miami Vice o algo peor— que se me acercó, señaló el DynaTAC y dijo:

—Eso es pornografía ejecutiva.

Le estreché la mano. No por cordialidad. Porque no sabía si era un insulto o una propuesta.

Con los años, el ladrillo se volvió obsoleto. Llegaron modelos más pequeños, más listos, más adictivos. Yo también evolucioné: aprendí a teclear con el pulgar, a fingir interés en conversaciones por SMS y a revisar mi correo en medio de funerales. La conectividad se volvió una religión. El altar, el bolsillo. El Dios, ausente.

Y sin embargo, cada vez hablábamos menos. Todo era texto, emoticono, silencio disfrazado de actividad. Me di cuenta una noche, solo en mi piso de Manhattan, con una copa de Glenlivet en la mano y cinco notificaciones encendidas. Ninguna decía “¿cómo estás?”.

Me acordé de mi madre. Murió sin aprender a usar un móvil. Siempre decía que si quería hablar conmigo, prefería que yo apareciera en la puerta, no en una pantallita.

El DynaTAC lo tengo en una estantería. No lo he tirado. Me gusta verlo ahí, inerte, testigo fósil de una época en la que conectar con alguien era un acto deliberado, caro, torpe… y por eso mismo, íntimo.

Ahora, en la era de la hiperconectividad, a veces me pregunto: ¿cuándo fue la última vez que hablé con alguien sin tener que mirar una pantalla?

No tengo respuesta.

Pero tengo señal. Y eso, dicen, es lo importante.

«Las ideologías políticas no son más que mitos racionalizados que dan sentido a los intereses de grupo» (Louis Rougier, nacido el 10 de abril de 1889 para hacer un crítica feroz de los discursos políticos y, sobre todo, del poder)

Y hoy hace 55 años se produjo la separación más dolorosa de las historia de la música. Este es su testamento...

L’última volta

Va caminar fins al revolt on sempre giraves, amb les sabates plenes de pluja i records.
El camí serpentejava com tu quan dubtaves, però avui no hi ha dubtes: no tornaràs.
L’asfalt recordava cada passa teva, però ningú espera. Ni tu.

Va deixar-hi una carta.

No la vas llegir.

El vent sí.

I mentre la carretera s’allunyava d’ell com un adéu interminable, va entendre que l’amor no marxa: s’esborra.

Com un camí llarg i retorçat… que no porta enlloc.