No hay final bueno. Nada acaba bien aunque pongamos empeño. El ejemplo más claro lo tenemos en la conclusión del amor. La enemistad que se desencadena cuando acaba el amor es inversamente proporcional a las declaraciones de amor eternas que se produjeron cuando se inició. De nada sirven las bienintencionadas proclamas a “quedar como amigos” cuando se acaba el amor. A veces ni se disimula y se pasa directamente a la animadversión. No es un ejemplo único. Otro es al acabarse el trabajo contra nuestra voluntad. Es decir, cuando te ponen de patitas en la calle. Ahí el cambio es radical: de un entusiasta servilismo a la empresa se pasa a un activismo vociferante tan cabreado como inútil.
Pero esas dos situaciones no son sino un reflejo que nos advierte que la vida va a acabar como el rosario de la aurora. No importará lo felices o desgraciados que hayamos sido en ella. Inexorablemente la vida acabará con la muerte que vendrá después de habernos privado de nuestra juventud, a veces de nuestros recuerdos, llenarnos de arrugas, ser arrinconados como inútiles, perder todos los sentidos, no aguantarnos los pedos y sin que puedas pegarte un buen revolcón que te lleve al otro lado con una sonrisa en la boca. Y ese final puede ser peor si tu deterioro es acompañado del dolor de una enfermedad o del aislamiento que es consecuencia directa de la decrepitud.
Hoy sé que ha llegado el final de mi andadura con la BlackBerry y no está siendo bueno. Ha entrado en una especie de locura virtual que me impide dominarla. Campa a su antojo y por mucho empeño que pongo en apagarla y encenderla, en “resetearla”, no me hace ni caso. Me ha dejado incomunicado poniendo en peligro mi vida social. La empiezo a mirar con odio y es posible que acabe aplastándola. Mañana mismo me paso al Iphone 4 S y declararé el amor a otra compañía para que me salga mejor de precio. El consuelo que tengo es que ese amor también tiene fecha de caducidad.