Se
despertó sintiendo un fuerte dolor de cabeza. Su cuerpo, que estaba estirado
boca arriba sobre un amasijo de lo que parecían pequeñas cajas rectangulares que
sentía en la espalda, no parecía tener nada roto. Sin embargo no podía moverse.
Talvez el golpe le había afectado a algún punto de su sistema motor.
Curiosamente la semipenumbra no le causaba angustia alguna porque el lugar le
era familiar. Olfateó percibiendo un olor a limón quemado que activó su sentido
y su memoria. Se vio a él mismo en la sede del partido, en un despacho algo
alejado de los centros de decisión. No era porque su función fuera poco
importante o la dirección no le tuviese confianza, no, al contrario, él era
quién manejaba las cuentas asegurando la solvencia del mismo y, por tanto, su
continuidad. Era el tesorero. Lo era para lo bueno y para lo mejor. Lo bueno
era mostrar a todos que el partido era posible gracias a las aportaciones de
los militantes. Lo mejor era cuando hacía de prestidigitador ocultando las
aportaciones, que generosos empresarios
hacían a cambio de concesiones administrativas, y
haciéndolas aparecer en los bolsillos de los mandamases del partido. Todo ese
entramado precisaba de un buen sistema de construcción, almacenamiento y, lo
más importante, destrucción de datos. Un ciclo que preocupaba a la dirección y
que le habían encomendado a él. Siempre tranquilizaba a sus superiores
diciéndoles que el engranaje estaba lo suficientemente engrasado para que no
chirriase omitiendo, claro está, que la pieza principal, él, distraía un
porcentaje nada despreciable para su patrimonio por mantener la maquinaria como
un convento de cartujos.
El
ingenio, aguzado por un estómago y cuenta corriente agradecidos, le hizo idear
un curioso sistema para identificar dónde se almacenaban los datos “buenos” y,
especialmente, dónde los “mejores”. Identificó los uesebé con olores: chocolate
para las entregas “buenas”, limón para las dádivas “mejores” a los miembros
varones del partido y naranja para ellas por aquello que son más dulces. También había resuelto el problema de la
destrucción de los soportes informáticos. Para ello, hizo construir un
vertedero a suficientes metros de profundidad bajo el edificio de la sede
principal del partido y con un entramado de acceso laberíntico que nada tenía
que envidiar a la Gran Pirámide de Giza. De esa época le vino el apodo de “el
egipcio” y no por la forma en que hacía sus entregas a sus jefes, como sarcásticamente
decían los partidos de la oposición política. A ese vertedero llevaba los uesebés
y allí se destruían en un proceso de descomposición muy peculiar: el aroma que
desprendían era fotosensible de tal manera que la oscuridad convertía el olor
en una substancia corrosiva que acababa por desintegrarlos en cuestión de horas
y no sólo a ellos, sino a todo lo que se encontrase a su alrededor.
-
En una noche desaparece todo, presidente. -Eran
las palabras que utilizaba para explicar al máximo dirigente del partido cómo utilizaba su magia.
El
sistema funcionó perfectamente hasta que una crisis económica golpeó al país y
el partido al que pertenecía “el egipcio” alcanzó el poder a fuerza de hacer
creer a los ciudadanos que ellos eran los únicos que podían sacarlos del
atolladero en el que estaban metidos. Las denuncias por corrupción arreciaban a
derecha, centro e izquierda y el partido, ahora en el gobierno, no era una
excepción. La vitrina del poder hacía más visible la herrumbre que amenazaba
con cubrirles a todos.
No supo
quién pudo empujarle al interior del vertedero. Lo que si comprendió es que no
estaría allí más de una noche, tiempo insuficiente para enterarse de que su
partido le había denunciado por haber vaciado los fondos de su tesorería y
desaparecer probablemente a algún paraíso caribeño y fiscal donde, a buen
seguro, existían unos extraordinarios cirujanos plásticos.
En febrero de 1962 ésta fue la canción más escuchada...
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