EL HOMBRE HÍBRIDO
En el corazón de la ciudad, donde los edificios se alzan como colosos de acero y cristal, vivía un hombre que había dejado de ser del todo humano. Lo llamaban "El Hombre Híbrido", un apodo que él mismo había adoptado con una sonrisa torcida, esa que nunca alcanzaba sus ojos. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que su risa era genuina y su alma, aunque golpeada, todavía le pertenecía.
La transformación no fue instantánea. No, el híbrido se forjó lentamente, en las aulas de una escuela donde la educación era una broma y el respeto, una quimera. Los profesores, figuras distantes y cansadas, repetían frases vacías que se desvanecían en el aire antes de alcanzar los oídos. Sus compañeros, almas perdidas en un mar de indiferencia, se atacaban con palabras afiladas, cada insulto un ladrillo más en el muro que separaba al hombre de sí mismo.
Poco a poco, se volvió lo que odiaba. Las máquinas que una vez le sirvieron, ahora se convirtieron en sus únicas compañeras. Con cada implante, cada actualización, el hombre se alejó un poco más de su humanidad. Una pantalla sustituía al espejo; una notificación, a la conversación. Las palabras eran pulsos de datos, vacíos de calor, llenos de eficiencia. Su piel sintió el frío del metal, su corazón el vacío de la rutina.
Una noche, mientras la ciudad dormía bajo un manto de neón, El Hombre Híbrido caminó por las calles desiertas. Las luces parpadeaban, como si la misma ciudad estuviera a punto de colapsar. O tal vez solo reflejaban el caos interno que rugía dentro de él. A lo lejos, el eco de una risa, humana, genuina, atravesó el aire. Se detuvo, sorprendido por la sensación olvidada de nostalgia. ¿Cuándo fue la última vez que se había reído? ¿Cuándo fue la última vez que sintió algo que no fuera el peso de su existencia?
Sus pasos lo llevaron a un parque, una rareza en esa jungla de concreto. Allí, bajo la luz pálida de la luna, vio a una mujer sentada en un banco. Leía un libro, sus ojos siguiendo las líneas con devoción. No tenía implantes, no llevaba consigo ninguna máquina. Era tan humana como él había sido una vez. La miró, deseando decir algo, cualquier cosa que rompiera la barrera invisible entre ellos.
Pero cuando abrió la boca, solo salió un susurro metálico, una voz que ya no era del todo suya. La mujer levantó la vista, sus ojos llenos de compasión y tristeza.
—¿Estás bien? —preguntó ella, su voz suave como una brisa.
El Hombre Híbrido intentó responder, pero las palabras se le atascaban, atrapadas en la maraña de cables y algoritmos que ahora conformaban su ser. Finalmente, logró articular:
—No... no lo sé.
Ella lo observó por un momento, su mirada profunda como si intentara ver más allá de la máscara de metal y carne.
—A veces, recordar quiénes éramos es lo que más duele —dijo, antes de volver a su libro.
Él sintió un tirón en su pecho, un dolor que reconoció como añoranza. No por ella, sino por lo que ella representaba: la vida que había perdido.
Se dio la vuelta y se marchó, dejando atrás ese pequeño oasis de humanidad. Mientras caminaba de regreso a la frialdad de su hogar, se dio cuenta de que ya no sabía quién era. El hombre que una vez fue estaba enterrado bajo capas de circuitos y código. El respeto, la conexión, el amor, todo lo que lo hacía humano, había sido reemplazado por la eficiencia, por la funcionalidad.
Al llegar a su apartamento, miró su reflejo en la pantalla apagada. El rostro que lo devolvía la mirada era pálido, sin vida. En ese momento, supo que la batalla había terminado. No había vencido ni había sido vencido. Simplemente había dejado de luchar.
Apagó las luces, se tumbó en su cama, y cerró los ojos, esperando un sueño que sabía que no llegaría. La noche era larga, fría, y en silencio, el hombre híbrido, o lo que quedaba de él, se fundió con la oscuridad.
«La fuente del mal no reside en los hombres o en la violación de las leyes, sino en la ley, en el régimen, en la autocracia misma» (Aleksandr Radíshchev, nacido el 31 de agosto de 1749 para saltarse la ley cuando le parecía conveniente: para algo le tuvo que servir ser jurista)
Y que cumplas muchos más de los 54 de hoy aunque con las compañía que vas no se yo...
Nomès paraules
Les paraules volen, diu la gent, però les seves paraules es quedaven amb ella, atrapades entre els plecs del seu cor. Cada "t'estimo" pronunciat es diluïa com tinta en l'aigua, deixant només rastres borrosos d'intencions. Ell li donava paraules com si fossin pedres precioses, però ella, que buscava fets, trobava les seves mans buides. Un dia, va decidir endur-se els seus silencis i marxar, deixant enrere les paraules que mai van arribar a ser res més que això: només paraules. A la fi, va aprendre que el silenci té més pes que qualsevol promesa no complerta.