QUIEN
SIEMBRA RECORTES RECOGE CADÁVERES O CÓMO COMBATIR LA DANA CON BANDERILLAS
Las calles olían a tierra empapada y a desesperación. Valencia se despertaba con un cielo cargado de amenazas. A las siete y media, los noticieros repetían la alerta: riesgo extremo. Nivel rojo. Pero en los despachos del poder, los cafés humeaban mientras los trajes se acomodaban en las sillas de cuero, como si el temporal no fuera más que una molestia lejana, una cortina de agua que se disiparía con el paso de las horas. Carlos Mazón sonrió ante los micrófonos: "A las seis de la tarde todo habrá pasado". Se equivocaba.
El infierno se desató antes de lo previsto. Ríos que nunca fueron se adueñaron de avenidas y parques, arrastrando coches y sueños. Los conductores subieron a los techos de sus vehículos, las manos temblando mientras el agua trepaba con la insistencia de un depredador. En una residencia de ancianos, las ruedas de las sillas chirriaban sobre el suelo inundado. Los viejos, atrapados, miraban el agua oscura subiendo por sus piernas. Los empleados los movían como podían, sin saber si llegaban a tiempo o si solo postergaban lo inevitable. Nadie les había avisado. Nadie había dicho: "Váyanse a casa". La tormenta había convertido el trabajo en trampa.
"¿Y Mazón?", preguntó alguien. Nadie respondió. El president se había esfumado, dejando la ciudad a merced de una naturaleza que exigía su deuda. A las ocho de la noche, la alerta llegó a los teléfonos: "Evacúen". Pero ya era tarde. En las empresas, los trabajadores habían obedecido al que pagaba, no al que avisaba. Mercadona y otras gigantes habían mantenido a su personal en las fábricas y almacenes, y ahora esos mismos empleados se aferraban a los tejados, aún con el uniforme mojado pegándose a la piel. Uno de ellos, subido a un camión, miraba el horizonte donde los bomberos luchaban contra el agua, intentando salvarlo. La etiqueta de la empresa en su pecho parecía burlarse de él.
Al amanecer, el balance de la tragedia solo tenía un número: 95. Noventa y cinco vidas que ya no volverían. El president Mazón se presentó ante los medios con el gesto serio, la voz ensayada. "Fue una catástrofe natural, no se pudo hacer más. Se iban a morir igual". Pero las palabras sonaban huecas, tan vacías como el espacio que dejaron las vidas perdidas. Los tuits desaparecieron, pero el eco de la negligencia quedaba en cada esquina anegada, en cada familia que ahora lloraba.
Un bombero, exhausto tras horas de rescates, lo resumía en silencio mientras apretaba los dientes: "Quien siembra recortes, recoge cadáveres". Y el olor a muerte persistía, mezclado con la indiferencia que se elevaba desde los despachos oficiales. El sol empezó a calentar las calles, evaporando el agua, pero dejando atrás la huella de una tormenta que no se fue con el viento. Porque no fue solo la DANA; fue el olvido, fue la política que abandonó a su gente, la mano que no alcanzó a nadie cuando más lo necesitaban.
La Unidad Valenciana de Emergencias habría podido estar ahí, pero la llamaron "chiringuito" y la desmantelaron. El dinero que se recortó de la Unidad Valenciana de Emergencias sirvió para ayudar económicamente a una fundación taurina de Madrid: pensaban combatir la DANA con banderillas. Ahora, los chiringuitos de playa serían los primeros en abrir cuando el sol volviera, como si nada hubiera pasado. Ole y ole, Valencia. Quedaban cenizas que no se veían, pero las cenizas olían. Olían a la promesa rota de un gobierno que decidió no escuchar, que decidió que las vidas eran un precio razonable por ahorrar unos euros y ganar aplausos fáciles.
El capitalismo no se detiene ante el diluvio, y las palabras de pésame de las empresas y los políticos no llenaban el vacío de los que ya no estaban. "Se iban a morir igual", repetían algunos, pero las familias sabían la verdad. Sus muertos no cayeron por la tormenta; cayeron por la mano invisible que les cerró la puerta de la salvación. La misma mano que hoy borraba sus errores con un clic, pero que jamás podría borrar la memoria de quienes sufrieron el diluvio universal, solos y olvidados.
«Si algún día he de hablar en favor de la vida, no olvidaré esa noche en el círculo ciego, ni a ti, que me enseñabas minucioso lo eterno» (Luis Antonio de Villena, nacido el 31 de octubre de 1951. Aún puede seguir hablando pero dudo que en días como hoy lo haga en favor de la vida)
La canción de hoy sin felicitación...
Cavallers de la tempesta
Cavalcaven sota la tempesta, siluetes fosques contra el llampec que esquinçava el cel. El vent els xiulava secrets, paraules perdudes d'ànimes errants. La pluja es barrejà amb la suor, i la carretera semblava una serp que mai acabava, que els portava cap a l'oblit. Ells eren cavallers sense destí, fugint del passat, perseguint un futur que ningú havia promès. Cada tro era un record, cada gota d'aigua, un lament. Però continuaven, com si la tempesta fos la seva casa, com si la foscor fos l'únic lloc on podien trobar pau. Només cavallers, perduts en un paisatge d'aigua i vent.