jueves, 31 de octubre de 2024

 QUIEN SIEMBRA RECORTES RECOGE CADÁVERES O CÓMO COMBATIR LA DANA CON BANDERILLAS


Las calles olían a tierra empapada y a desesperación. Valencia se despertaba con un cielo cargado de amenazas. A las siete y media, los noticieros repetían la alerta: riesgo extremo. Nivel rojo. Pero en los despachos del poder, los cafés humeaban mientras los trajes se acomodaban en las sillas de cuero, como si el temporal no fuera más que una molestia lejana, una cortina de agua que se disiparía con el paso de las horas. Carlos Mazón sonrió ante los micrófonos: "A las seis de la tarde todo habrá pasado". Se equivocaba.

El infierno se desató antes de lo previsto. Ríos que nunca fueron se adueñaron de avenidas y parques, arrastrando coches y sueños. Los conductores subieron a los techos de sus vehículos, las manos temblando mientras el agua trepaba con la insistencia de un depredador. En una residencia de ancianos, las ruedas de las sillas chirriaban sobre el suelo inundado. Los viejos, atrapados, miraban el agua oscura subiendo por sus piernas. Los empleados los movían como podían, sin saber si llegaban a tiempo o si solo postergaban lo inevitable. Nadie les había avisado. Nadie había dicho: "Váyanse a casa". La tormenta había convertido el trabajo en trampa.

"¿Y Mazón?", preguntó alguien. Nadie respondió. El president se había esfumado, dejando la ciudad a merced de una naturaleza que exigía su deuda. A las ocho de la noche, la alerta llegó a los teléfonos: "Evacúen". Pero ya era tarde. En las empresas, los trabajadores habían obedecido al que pagaba, no al que avisaba. Mercadona y otras gigantes habían mantenido a su personal en las fábricas y almacenes, y ahora esos mismos empleados se aferraban a los tejados, aún con el uniforme mojado pegándose a la piel. Uno de ellos, subido a un camión, miraba el horizonte donde los bomberos luchaban contra el agua, intentando salvarlo. La etiqueta de la empresa en su pecho parecía burlarse de él.

Al amanecer, el balance de la tragedia solo tenía un número: 95. Noventa y cinco vidas que ya no volverían. El president Mazón se presentó ante los medios con el gesto serio, la voz ensayada. "Fue una catástrofe natural, no se pudo hacer más. Se iban a morir igual". Pero las palabras sonaban huecas, tan vacías como el espacio que dejaron las vidas perdidas. Los tuits desaparecieron, pero el eco de la negligencia quedaba en cada esquina anegada, en cada familia que ahora lloraba.

Un bombero, exhausto tras horas de rescates, lo resumía en silencio mientras apretaba los dientes: "Quien siembra recortes, recoge cadáveres". Y el olor a muerte persistía, mezclado con la indiferencia que se elevaba desde los despachos oficiales. El sol empezó a calentar las calles, evaporando el agua, pero dejando atrás la huella de una tormenta que no se fue con el viento. Porque no fue solo la DANA; fue el olvido, fue la política que abandonó a su gente, la mano que no alcanzó a nadie cuando más lo necesitaban.

La Unidad Valenciana de Emergencias habría podido estar ahí, pero la llamaron "chiringuito" y la desmantelaron. El dinero que se recortó de la Unidad Valenciana de Emergencias sirvió para ayudar económicamente a una fundación taurina de Madrid: pensaban combatir la DANA con banderillas. Ahora, los chiringuitos de playa serían los primeros en abrir cuando el sol volviera, como si nada hubiera pasado. Ole y ole, Valencia. Quedaban cenizas que no se veían, pero las cenizas olían. Olían a la promesa rota de un gobierno que decidió no escuchar, que decidió que las vidas eran un precio razonable por ahorrar unos euros y ganar aplausos fáciles.

El capitalismo no se detiene ante el diluvio, y las palabras de pésame de las empresas y los políticos no llenaban el vacío de los que ya no estaban. "Se iban a morir igual", repetían algunos, pero las familias sabían la verdad. Sus muertos no cayeron por la tormenta; cayeron por la mano invisible que les cerró la puerta de la salvación. La misma mano que hoy borraba sus errores con un clic, pero que jamás podría borrar la memoria de quienes sufrieron el diluvio universal, solos y olvidados.

«Si algún día he de hablar en favor de la vida, no olvidaré esa noche en el círculo ciego, ni a ti, que me enseñabas minucioso lo eterno» (Luis Antonio de Villena, nacido el 31 de octubre de 1951. Aún puede seguir hablando pero dudo que en días como hoy lo haga en favor de la vida)

 La canción de hoy sin felicitación...


Cavallers de la tempesta

Cavalcaven sota la tempesta, siluetes fosques contra el llampec que esquinçava el cel. El vent els xiulava secrets, paraules perdudes d'ànimes errants. La pluja es barrejà amb la suor, i la carretera semblava una serp que mai acabava, que els portava cap a l'oblit. Ells eren cavallers sense destí, fugint del passat, perseguint un futur que ningú havia promès. Cada tro era un record, cada gota d'aigua, un lament. Però continuaven, com si la tempesta fos la seva casa, com si la foscor fos l'únic lloc on podien trobar pau. Només cavallers, perduts en un paisatge d'aigua i vent.

 

miércoles, 30 de octubre de 2024

 HOY TOCA LLORAR A LOS MUERTOS

La incompetencia humana es como una gota mal dirigida: basta un descuido para que termine desbordando el río y sumergiendo todo a su paso.

Mañana toca echar a los incompetentes y pedirles responsabilidades.

 

martes, 29 de octubre de 2024

 CUANDO LA AMISTAD SE CALIENTA

Se conocieron en una de esas cenas con amigos en común, en las que el vino corre y la ironía flota sobre la mesa como un denso perfume. No eran ni los más cercanos ni los más callados. Simplemente dos personas que coincidieron en el mismo espacio y que, de pronto, empezaron a reírse juntos de los comentarios absurdos de los demás.

—Oye, pero en serio, ¿crees en la amistad entre hombres y mujeres? —preguntó él, medio en broma, medio en serio, mientras le servía más vino.

—Claro —respondía ella, sin perder el ritmo—. Lo que pasa es que hay amistades con más "química". Ya sabes, de esas que explotan sin que haya peligro de incendio.

Él se rió, atragantándose un poco con el vino.

—¿Qué quieres decir, que hay amistades que prenden fuego pero sin calcinar?

Ella lo miró de reojo y sonrió con cierto desafío.

—Exacto. La chispa, pero sin el compromiso de llamar a los bomberos luego.

Una semana después se encontraron otra vez, sin los amigos en común, en un bar del centro. Entre cervezas y la luz cálida de las velas sobre las mesas, el ambiente se volvió propicio para las bromas y confesiones. El bullicio del lugar les dio la excusa perfecta para acortar la distancia entre ambos. Cada palabra se acompañaba de una caricia breve en el brazo, una risa cerca del oído.

—Oye, ¿y qué pasa si esta "amistad" se complica un poco? —dijo él, levantando las cejas con una media sonrisa.

—¿Complicar? No, no, —ella movió la cabeza con seguridad—. A mí no me gusta complicarme la vida. Me gusta disfrutarla. Sin ataduras, sin etiquetas.

Él la miró con una mezcla de sorpresa y admiración.

—Entonces, ¿amigos, pero sin la parte aburrida?

—Exacto. Sin cenas familiares, sin dramas ni promesas para siempre. Solo... —hizo una pausa mientras se mordía el labio inferior, acercándose más—, solo la parte buena.

Hablaron mucho, rieron más, y aquella noche acabaron en el apartamento de él, sin preguntas, sin el peso de las expectativas. La cama se convirtió en ese espacio donde todo era físico, instintivo. Donde la ironía se desvanecía bajo el calor de los cuerpos, y solo quedaba la verdad del deseo.

Por la mañana, despertaron sin incomodidades ni silencios tensos. No hubo desayuno compartido ni promesas de repetirlo. Él le sonrió al verla vestirse mientras buscaba la camiseta entre las sábanas revueltas.

—Oye, ¿y ahora qué somos? —preguntó él, con esa media sonrisa que se le daba bien.

Ella lo miró, se detuvo un segundo y se encogió de hombros.

—Somos amigos, ¿no? Amigos que se divierten.

Él asintió. Se levantó, la acompañó hasta la puerta y antes de que ella saliera, bromeó:

—¿Nos vemos cuando la "amistad" vuelva a calentarse?

Ella soltó una carcajada, sin girarse.

—¡Por supuesto! Mientras no se enfríe demasiado...

La puerta se cerró y él se quedó allí, mirándola por un segundo antes de que el eco de sus pasos se desvaneciera. Esa era la magia: nada de falsas promesas ni planes que se convertirían en cadenas. Solo la certeza de que la chispa podía encenderse cuando las ganas lo decidieran. Y si alguna vez dejaban de hacerlo, sería igual de perfecto. Porque todo, cuando es breve y ardiente, no deja espacio para el tedio. Ni para el sentimiento, que siempre acaba haciendo que todo se venga abajo.

«No hay mejor forma de ejercitar la imaginación que estudiar la ley. Ningún poeta ha interpretado la naturaleza tan libremente como los abogados interpretan la verdad» (Jean Giraudoux, nacido el 29 de octubre de 1882 para no tener simpatía a los abogados. A las abogadas les tenía un poco más. Y me da la impresión que exageraba un poco)

Y se fue justo el año pasado con 46 años y aún no se sabe de qué murió. Cosas de la vida en este caso, de la muerte.

Els somnis no necessiten testimonis

Va córrer com mai. La meta era difusa, una línia invisible pintada en somnis de nit. Crits d'incredulitat, riures que s'enfonsaven a la seva esquena, i dubtes que el volien fer caure. Però ell seguia. Passos que vibraven contra el paviment, respiracions curtes, el cor com un tambor que no parava. No era per la fama, no era per la glòria. Era per ser algú. Per no quedar-se en res. Quan va creuar aquella frontera invisible, ja no hi havia espectadors. No calien. Ell, allà sol, va aixecar els braços. I, en aquell instant, el seu nom es va gravar a la llista dels impossibles fets realitat.