CÓDIGO DE CONFUSIÓN
Lucía siempre decía que las mejores ideas nacen en los bares. Aquella noche no fue diferente. Entre risas y cañas, Diego, su mejor amigo desde el instituto, dejó caer una frase que se quedó flotando en el aire como un dardo lanzado al blanco:
—Entonces, si somos tan buenos amigos... ¿por qué no funcionó cuando lo intentamos?
Lucía soltó una carcajada nerviosa, como si ese dardo hubiera pasado demasiado cerca del corazón.
—Porque funcionamos mejor de esta manera, Diego. Nos queremos sin tener que complicarnos la vida.
Diego asintió, pero su sonrisa tenía el filo de una hoja que corta apenas al rozar. El tema quedó enterrado bajo una montaña de patatas bravas y música alta, pero Lucía no pudo dejar de darle vueltas. Cada mirada de Diego, cada gesto casual, parecía cargar con un mensaje cifrado que ella no sabía si quería descifrar.
A la mañana siguiente, despertó con la cabeza embotada y un recuerdo nítido: los ojos de Diego justo antes de despedirse. Había algo en ellos, algo que no había visto en sus últimos veinte años de amistad. Lucía decidió ignorarlo. Las amistades largas tienen capas, se dijo. No vale la pena pelarlas todas.
El siguiente viernes, Diego la invitó a una exposición de arte contemporáneo. Sabía que a Lucía le gustaban las piezas que nadie entendía, las que hacían a la gente fruncir el ceño.
—Esto se llama “Compromiso” —le dijo Diego, señalando una instalación de cables enredados que colgaban del techo como una telaraña futurista—. El autor dice que representa las relaciones humanas.
Lucía rio.
—¿Crees que somos esto? ¿Un nudo imposible de deshacer?
Diego se encogió de hombros.
—Tal vez. Pero yo diría que somos más bien una cuerda floja. Si alguien se mueve demasiado, nos caemos.
Por primera vez, Lucía sintió el peso de esas palabras. Esa noche, al despedirse, Diego la abrazó de una forma que no era típica. No era un abrazo de “¿nos vemos luego?”. Era un abrazo de “algo está cambiando y no sé cómo detenerlo”.
Pasaron semanas. Lucía intentó mantener la normalidad, peo cada conversación con Diego se sentía como caminar por un campo minado. La tensión creció hasta que una noche, después de unas copas, Diego la confrontó.
—Dime la verdad, Lucía. ¿Nunca te lo has preguntado? ¿Qué pasó? ¿Por qué no?
Lucía sintió el nudo en la garganta.
—Claro que me lo he preguntado. Pero también me he preguntado qué perderíamos si las cosas salieran mal.
—¿Y si salieran bien? —replicó Diego, con los ojos cargados de esperanza.
Ella no respondió. Solo bajó la mirada y cambió de tema.
El giro llegó una tarde cualquiera. Lucía caminaba por la calle cuando vio a Diego sentado en una terraza, riendo con una mujer. Una mujer que no era ella. Había algo diferente en la forma en que la miraba. Era cálido, sin los destellos de incertidumbre que ella conocía tan bien.
Cuando Diego la vio, se levantó y la saludó con entusiasmo. La mujer también sonrió, pero con una calma que le perforó el alma.
—Ella es Paula —dijo Diego—. Nos conocimos hace unas semanas.
Lucía sonrió, como si el corazón no estuviera latiendo fuera de ritmo.
—Encantada.
Ese día, al despedirse, Diego no la abrazó como de costumbre. No hubo nudos ni cuerdas flojas, solo un gesto ligero, como quien cierra un libro que ya sabe cómo termina.
Esa noche, Lucía regresó a casa y, por primera vez, lloró por Diego. No por el amigo, sino por el amor que nunca se permitió sentir. Y mientras el llanto la arrullaba, comprendió que el amor y la amistad no siempre se distinguen por cómo comienzan, sino por cómo terminan.
«No todos los que vagan están perdidos» (J. R. R. Tolkien, nacido el 3 de enero de 1892 para escribir “El señor de los anillos”; por cierto la frase es de esa obra y no se refiere a los vagos de no hacer nada, se refiere a los que deambulan sin rumbo pero saben dónde van. Un poco lío pero comprensible)
Y que cumplas muchos más de los 80 de hoy y sigas con tus canciones protesta para que la gente tenga un sentido hacia dónde debe ir.
Sense sentit
El carrer, un riu de gent enfadada, cridant consignes al vent. Les sirenes, un lladruc incessant, trencant la nit. Ell, solitari al mig de la multitud, sentia una estranya sensació de pertinença i alhora d'alienació. Tot semblava sense sentit, un caos sense forma. I en aquell moment de màxima confusió, va entonar amb els altres una melodia de rebel·lia, una cançó que expressava el descontentament d'una generació.
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