viernes, 28 de febrero de 2025

 ÚLTIMO SELLO


 

Despertó con esa sospecha difusa de haber sido otro durante la noche. No era un déjà vu. Era peor: una confirmación tangible. Ahí estaba su pasaporte, otra vez, con un nuevo sello que no debía estar allí. Un rastro húmedo de tinta y la silueta nítida de un lugar que solo existía en su cabeza... ¿o no?

Cada noche, sin permiso ni advertencia, su mente lo arrojaba a otro rincón del planeta. Lo absurdo no era el viaje, sino la evidencia física: el pasaporte acumulaba sellos con una precisión enfermiza. Sídney, Reikiavik, Marrakech, Buenos Aires… Aventuras que dejaban cicatrices en su memoria y sellos en el papel. No había explicación. Solo la certeza de que no estaba loco. O, si lo estaba, al menos tenía pruebas.

Hasta que una mañana —y siempre hay una mañana en que el milagro se vuelve amenaza— el pasaporte apareció completo. Ni un espacio más. La última página se había rendido bajo la presión de un sello de Kioto. Y entonces, la pregunta que nunca quiso hacerse se deslizó en su cabeza: ¿Y ahora qué?

Salió a caminar por su ciudad, gris y predecible, con la sensación de que el final de algo inminente flotaba sobre él. La rutina apretaba como una camisa demasiado pequeña. Hasta que la vio: la chica. La misma sonrisa que había iluminado París la noche anterior, cuando compartieron una cena improvisada bajo la arrogancia metálica de la Torre Eiffel.

Ella lo miró como si supiera demasiado. Se acercó sin prisas, como si el tiempo jugara en su equipo. Le rozó la mejilla con un beso que olía a lavanda y vértigo.

—Hola. ¿Te acuerdas de mí? —La voz era tan familiar que dolía.

—¿Cómo es posible...? —balbuceó, sintiéndose de repente un turista en su propia vida.

—Porque compartimos el mismo don —respondió ella, con una certeza que cortaba el aire—. Hemos viajado juntos más veces de las que puedes recordar.

Sacó su propio pasaporte. Cada sello, cada fecha, idéntica a la suya. Una réplica exacta, como un mal presagio disfrazado de casualidad.

—¿Lo ves? No es casualidad. Somos... almas sincronizadas. —La sonrisa se tornó en algo más enigmático—. Y el pasaporte lleno solo significa una cosa: el viaje cambia de fase.

Él tragó en seco. La pregunta quemaba en su garganta.

—¿Qué significa eso?

Ella tomó su mano, sus dedos helados como un anticipo.

—Que ahora decidimos. Podemos seguir viajando en sueños... o dar el siguiente salto. Aquí, en esta realidad. Pero recuerda —bajó la voz, como si las paredes escucharan—, el último sello no es un final. Es una puerta.

La ciudad, aburrida y predecible, de pronto se sintió demasiado estrecha. Miró sus ojos y, por primera vez, no supo si debía temer o rendirse.

—Entonces... ¿qué hay al otro lado?

Ella solo sonrió, como si ya hubiera cruzado.

Y él, sin pensar, tomó su mano.

«Cuando una vez has ganado la vista, es imposible fingir ceguera» (Svetlana Alilúyeva, nacida el 28 de febrero de 1926 para ser hija de un padre famosillo y no llevarse excesivamente bien con él... como tantos millones de personas)

Y ahí tenéis una creación mía... bueno, no canto, ni toco la guitarra, ni el piano. En fin que es de la señora IA.

Flotant sobre núvols de cotó

Les llums de neó dibuixaven ombres líquides a la teva pell, fragments d’un reflex que mai acabava d’encaixar del tot. A la matinada, tot semblava suspès en una coreografia etèria: el murmuri dels estels, l’eco de la teva rialla, la incertesa d’un bes que s’evaporava en l’aire.

Cada nit, atrapats en la mateixa cançó, ens deixàvem portar per la cadència d’una història sense final. Però l’albada no era la nostra aliada. En trencar-se la penombra, el dubte es filtrava entre els acords flotants, i la por, sempre la por, decidia per nosaltres.

 


 

 

jueves, 27 de febrero de 2025

EL ARTE DE NO HACER NADA

 

Julián había elevado la pereza a una forma de existencia. No es que fuera vago, no. Era un erudito de la inacción, un maestro zen del mínimo esfuerzo. Donde otros veían un sofá, él encontraba un templo de la contemplación; donde el mundo gritaba "productividad", él respondía con un bostezo reflexivo.

—No es que no haga nada —le decía a su madre cuando esta lo sorprendía mirando el techo con intensidad—, es que estoy permitiendo que mi red neuronal por defecto haga su magia.

Lo había leído en un artículo de neurociencia y le pareció la excusa perfecta para justificar su forma de vida. Según los científicos, el cerebro funcionaba a toda máquina cuando no hacía nada, generando conexiones, ideas y pensamientos brillantes. Así que, técnicamente, él era un genio en potencia. Solo que el mundo aún no estaba listo para reconocerlo.

Un día, su amigo Andrés, un defensor acérrimo del trabajo duro, le lanzó un desafío:

—Apuesto a que no puedes mantener un trabajo una semana sin que te echen.

Julián arqueó una ceja. Le pareció un experimento interesante, aunque trabajoso. Aun así, aceptó, más que nada por la posibilidad de demostrar que la civilización estaba sobrevalorada. Se presentó en una oficina de consultoría con una camisa que había dejado de ser blanca hacía tiempo y un currículum inventado con títulos improbables. Nadie lo cuestionó. Parecía que el mundo corporativo tenía estándares más bajos de lo que imaginaba.

Los primeros días fueron duros. Le asignaron un escritorio, una computadora y un supervisor con exceso de cafeína. Cada mañana, Julián llegaba, se sentaba y dejaba que su mirada se perdiera en la pantalla mientras fingía escribir informes que nunca entregaba.

—Eres sorprendentemente eficiente —le comentó su jefe al tercer día.

—Es que aplico la ley del mínimo esfuerzo —respondió Julián con gravedad.

El jefe rió, pensando que era una broma. Pero no lo era. Julián había descubierto que, en una oficina moderna, bastaba con moverse lo justo y necesario para dar la impresión de estar ocupado. A veces, caminaba de un lado a otro con una carpeta vacía, lo que lo hacía parecer importante. Otras veces, dejaba la pantalla abierta en un documento y miraba fijamente el monitor con expresión concentrada mientras, en realidad, su mente navegaba por las maravillas de la nada absoluta.

El viernes, cuando Andrés apareció para comprobar su fracaso, lo encontró en la sala de descanso, con un café en la mano y una sonrisa en los labios.

—¿Te echaron ya?

—No. Me ascendieron.

Resultó que la pereza, bien ejecutada, podía ser indistinguible de la eficiencia. Su jefe lo había recomendado para un puesto de gestión porque, según él, Julián tenía una capacidad envidiable para priorizar tareas y evitar el agotamiento. Nadie entendía que la única tarea que había priorizado era su propio descanso.

Esa noche, mientras Andrés intentaba procesar la injusticia del mundo, Julián se recostó en su sofá con una satisfacción profunda. Le gustaba ganar sin mover un dedo. Tal vez, algún día, la ciencia terminaría de demostrar que él no era un holgazán, sino un visionario. Hasta entonces, seguiría perfeccionando su arte.

Y bostezó, satisfecho, mientras dejaba que su red neuronal hiciera el resto.

«El amor es más alto que la opinión. Si las personas se aman, las opiniones más variadas pueden conciliarse» (Rudolf Steiner, nacido el 27 de febrero de 1861 para inventar la antroposofía y dejarnos obviedades en frases cortas)

Y que cumplas muchos más de los 44 de hoy con esa buena voz y seguro que todos tus sueños se cumplirán aunque creas que son imposibles.

 

Somnis impossibles

El vell cavaller, amb l’armadura esmaltada pel temps, avançava per la plana infinita. El vent xiuxiuejava records de batalles no guanyades, de somnis trencats abans d’haver nascut. Cada pas era un desafiament, cada ombra un enemic imaginari. Però ell no s’aturava. No podia.

Perquè no era la victòria el que cercava, sinó el gest mateix de lluitar. Aixecà l’espasa contra l’horitzó i es va endinsar en la tempesta. Sabia que mai arribaria, però l’únic fracàs possible era no intentar-ho.

I així, cavalcà cap a l’impossible.