ÚLTIMO SELLO
Despertó con esa sospecha difusa de haber sido otro durante la noche. No era un déjà vu. Era peor: una confirmación tangible. Ahí estaba su pasaporte, otra vez, con un nuevo sello que no debía estar allí. Un rastro húmedo de tinta y la silueta nítida de un lugar que solo existía en su cabeza... ¿o no?
Cada noche, sin permiso ni advertencia, su mente lo arrojaba a otro rincón del planeta. Lo absurdo no era el viaje, sino la evidencia física: el pasaporte acumulaba sellos con una precisión enfermiza. Sídney, Reikiavik, Marrakech, Buenos Aires… Aventuras que dejaban cicatrices en su memoria y sellos en el papel. No había explicación. Solo la certeza de que no estaba loco. O, si lo estaba, al menos tenía pruebas.
Hasta que una mañana —y siempre hay una mañana en que el milagro se vuelve amenaza— el pasaporte apareció completo. Ni un espacio más. La última página se había rendido bajo la presión de un sello de Kioto. Y entonces, la pregunta que nunca quiso hacerse se deslizó en su cabeza: ¿Y ahora qué?
Salió a caminar por su ciudad, gris y predecible, con la sensación de que el final de algo inminente flotaba sobre él. La rutina apretaba como una camisa demasiado pequeña. Hasta que la vio: la chica. La misma sonrisa que había iluminado París la noche anterior, cuando compartieron una cena improvisada bajo la arrogancia metálica de la Torre Eiffel.
Ella lo miró como si supiera demasiado. Se acercó sin prisas, como si el tiempo jugara en su equipo. Le rozó la mejilla con un beso que olía a lavanda y vértigo.
—Hola. ¿Te acuerdas de mí? —La voz era tan familiar que dolía.
—¿Cómo es posible...? —balbuceó, sintiéndose de repente un turista en su propia vida.
—Porque compartimos el mismo don —respondió ella, con una certeza que cortaba el aire—. Hemos viajado juntos más veces de las que puedes recordar.
Sacó su propio pasaporte. Cada sello, cada fecha, idéntica a la suya. Una réplica exacta, como un mal presagio disfrazado de casualidad.
—¿Lo ves? No es casualidad. Somos... almas sincronizadas. —La sonrisa se tornó en algo más enigmático—. Y el pasaporte lleno solo significa una cosa: el viaje cambia de fase.
Él tragó en seco. La pregunta quemaba en su garganta.
—¿Qué significa eso?
Ella tomó su mano, sus dedos helados como un anticipo.
—Que ahora decidimos. Podemos seguir viajando en sueños... o dar el siguiente salto. Aquí, en esta realidad. Pero recuerda —bajó la voz, como si las paredes escucharan—, el último sello no es un final. Es una puerta.
La ciudad, aburrida y predecible, de pronto se sintió demasiado estrecha. Miró sus ojos y, por primera vez, no supo si debía temer o rendirse.
—Entonces... ¿qué hay al otro lado?
Ella solo sonrió, como si ya hubiera cruzado.
Y él, sin pensar, tomó su mano.
«Cuando una vez has ganado la vista, es imposible fingir ceguera» (Svetlana Alilúyeva, nacida el 28 de febrero de 1926 para ser hija de un padre famosillo y no llevarse excesivamente bien con él... como tantos millones de personas)
Y ahí tenéis una creación mía... bueno, no canto, ni toco la guitarra, ni el piano. En fin que es de la señora IA.
Flotant sobre núvols de cotó
Les llums de neó dibuixaven ombres líquides a la teva pell, fragments d’un reflex que mai acabava d’encaixar del tot. A la matinada, tot semblava suspès en una coreografia etèria: el murmuri dels estels, l’eco de la teva rialla, la incertesa d’un bes que s’evaporava en l’aire.
Cada nit, atrapats en la mateixa cançó, ens deixàvem portar per la cadència d’una història sense final. Però l’albada no era la nostra aliada. En trencar-se la penombra, el dubte es filtrava entre els acords flotants, i la por, sempre la por, decidia per nosaltres.