EL ARTE DE NO HACER NADA
Julián había elevado la pereza a una forma de existencia. No es que fuera vago, no. Era un erudito de la inacción, un maestro zen del mínimo esfuerzo. Donde otros veían un sofá, él encontraba un templo de la contemplación; donde el mundo gritaba "productividad", él respondía con un bostezo reflexivo.
—No es que no haga nada —le decía a su madre cuando esta lo sorprendía mirando el techo con intensidad—, es que estoy permitiendo que mi red neuronal por defecto haga su magia.
Lo había leído en un artículo de neurociencia y le pareció la excusa perfecta para justificar su forma de vida. Según los científicos, el cerebro funcionaba a toda máquina cuando no hacía nada, generando conexiones, ideas y pensamientos brillantes. Así que, técnicamente, él era un genio en potencia. Solo que el mundo aún no estaba listo para reconocerlo.
Un día, su amigo Andrés, un defensor acérrimo del trabajo duro, le lanzó un desafío:
—Apuesto a que no puedes mantener un trabajo una semana sin que te echen.
Julián arqueó una ceja. Le pareció un experimento interesante, aunque trabajoso. Aun así, aceptó, más que nada por la posibilidad de demostrar que la civilización estaba sobrevalorada. Se presentó en una oficina de consultoría con una camisa que había dejado de ser blanca hacía tiempo y un currículum inventado con títulos improbables. Nadie lo cuestionó. Parecía que el mundo corporativo tenía estándares más bajos de lo que imaginaba.
Los primeros días fueron duros. Le asignaron un escritorio, una computadora y un supervisor con exceso de cafeína. Cada mañana, Julián llegaba, se sentaba y dejaba que su mirada se perdiera en la pantalla mientras fingía escribir informes que nunca entregaba.
—Eres sorprendentemente eficiente —le comentó su jefe al tercer día.
—Es que aplico la ley del mínimo esfuerzo —respondió Julián con gravedad.
El jefe rió, pensando que era una broma. Pero no lo era. Julián había descubierto que, en una oficina moderna, bastaba con moverse lo justo y necesario para dar la impresión de estar ocupado. A veces, caminaba de un lado a otro con una carpeta vacía, lo que lo hacía parecer importante. Otras veces, dejaba la pantalla abierta en un documento y miraba fijamente el monitor con expresión concentrada mientras, en realidad, su mente navegaba por las maravillas de la nada absoluta.
El viernes, cuando Andrés apareció para comprobar su fracaso, lo encontró en la sala de descanso, con un café en la mano y una sonrisa en los labios.
—¿Te echaron ya?
—No. Me ascendieron.
Resultó que la pereza, bien ejecutada, podía ser indistinguible de la eficiencia. Su jefe lo había recomendado para un puesto de gestión porque, según él, Julián tenía una capacidad envidiable para priorizar tareas y evitar el agotamiento. Nadie entendía que la única tarea que había priorizado era su propio descanso.
Esa noche, mientras Andrés intentaba procesar la injusticia del mundo, Julián se recostó en su sofá con una satisfacción profunda. Le gustaba ganar sin mover un dedo. Tal vez, algún día, la ciencia terminaría de demostrar que él no era un holgazán, sino un visionario. Hasta entonces, seguiría perfeccionando su arte.
Y bostezó, satisfecho, mientras dejaba que su red neuronal hiciera el resto.
«El amor es más alto que la opinión. Si las personas se aman, las opiniones más variadas pueden conciliarse» (Rudolf Steiner, nacido el 27 de febrero de 1861 para inventar la antroposofía y dejarnos obviedades en frases cortas)
Y que cumplas muchos más de los 44 de hoy con esa buena voz y seguro que todos tus sueños se cumplirán aunque creas que son imposibles.
Somnis impossibles
El vell cavaller, amb l’armadura esmaltada pel temps, avançava per la plana infinita. El vent xiuxiuejava records de batalles no guanyades, de somnis trencats abans d’haver nascut. Cada pas era un desafiament, cada ombra un enemic imaginari. Però ell no s’aturava. No podia.
Perquè no era la victòria el que cercava, sinó el gest mateix de lluitar. Aixecà l’espasa contra l’horitzó i es va endinsar en la tempesta. Sabia que mai arribaria, però l’únic fracàs possible era no intentar-ho.
I així, cavalcà cap a l’impossible.
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