BIENVENIDOS A OMOTENASHI
Aquel día el señor Yamada decidió que prefería ser un robot. Lo anunció con seriedad al inicio de la jornada, mientras nos repartíamos los turnos en la recepción del hotel Ryokan Fujikaze, en Kioto.
—Ser un robot resolvería todos mis problemas —afirmó, ajustándose con desgana el nudo de la corbata, mirando fijamente la foto enmarcada del monte Fuji que colgaba en la pared—. Ellos no sienten frustración ni ansiedad. Tampoco necesitan vacaciones, ni un aumento de sueldo. No tienen hijos a los que mantener ni padres ancianos que cuidar.
—Pero tampoco pueden practicar omotenashi —respondí con suave ironía.
Él se giró hacia mí con una mirada cargada de sarcasmo y fatiga.
—Omotenashi murió en algún momento entre los primeros 30 y los siguientes 30 millones de turistas —respondió con una sonrisa amarga—. Ahora solo quedan modales automáticos.
El señor Yamada llevaba más de veinte años dedicado a perfeccionar el arte de la hospitalidad japonesa tradicional. Cada gesto suyo era elegante, cada palabra cuidadosamente elegida. Pero últimamente algo se había quebrado. El flujo incesante de turistas lo había convertido, según sus propias palabras, en una especie de dispensador humano de sonrisas vacías y reverencias mecánicas.
Lo cierto es que no podía culparlo.
Aquella mañana, mientras limpiaba por tercera vez en una hora la pantalla táctil del check-in, pensé en la paradoja que vivíamos: la economía florecía al ritmo del yen gastado por millones de visitantes, pero nosotros, guardianes de esa hospitalidad que tanto enorgullecía a Japón, nos marchitábamos lentamente.
Kioto parecía más un parque temático que una ciudad. Las geishas se escondían en callejones estrechos evitando cámaras indiscretas, y el aroma delicado del incienso en los templos se mezclaba ahora con el olor penetrante de crema solar. Incluso al pie del majestuoso monte Fuji habían instalado pantallas gigantes para que la gente no interfiriera con las fotografías perfectas de otros visitantes.
—En 2030 llegarán 60 millones —continuó el señor Yamada con voz sombría—. No quedará nada de nosotros.
La frase quedó suspendida en el aire como una sentencia.
Esa noche ocurrió lo inesperado. Tras finalizar mi turno y justo antes del suyo, el señor Yamada apareció vestido con un traje negro impecable y guantes blancos. Se acercó lentamente al mostrador, deteniéndose a pocos centímetros de mí.
—¿Va a una boda, señor Yamada? —pregunté, desconcertado.
—No exactamente —respondió con un tono indescifrable.
Entonces vi a tres hombres con batas blancas acercándose desde el lobby, sonriendo como comerciantes orgullosos. Junto a ellos avanzaba una figura metálica, resplandeciente, que se detuvo en perfecto ángulo de 90 grados frente al mostrador.
—Le presento al nuevo recepcionista, modelo Omote-bot 3000 —anunció el hombre de la bata blanca con orgullo—. Puede realizar hasta quinientos saludos por minuto en treinta idiomas.
Observé al robot hacer una reverencia impecable, fría y perfecta. El señor Yamada devolvió la reverencia, casi tan robótica como el recién llegado.
—Ahora soy oficialmente innecesario —susurró mientras me entregaba su tarjeta de empleado.
En ese instante comprendí la verdadera tragedia. No era solo la pérdida del trabajo o la masificación turística, sino el reemplazo silencioso e invisible de nuestra esencia misma: el omotenashi. Ese algo intangible, profundamente humano, que ninguna máquina podría replicar jamás.
Al salir del hotel, miré de reojo la silueta del señor Yamada alejándose en la penumbra de Kioto, con el monte Fuji brillando artificialmente desde la pantalla que ahora dominaba el horizonte. Me pregunté, no sin sarcasmo, cuántas reverencias automáticas cabrían en un día de turismo masificado y cuántas despedidas como aquella podrían tolerarse antes de que Japón se volviera irreconocible.
«Se pueden aprender muchos procedimientos para investigar, pero sirve de muy poco si no se ha aprendido a pensar» (Ezequiel Ander Egg, nacido el 6 de abril de 1930, dijo una verdad como un templo aunque no solo para investigar, sino para todo lo demás)
Y que cumplas muchos más de los 65 de hoy en compañía de los compañeros de banda, sin ellos, no cantarías igual a la dulce Melissa.
Melissa
Cada vespre, el tren s’atura a la mateixa estació deserta. Ell baixa, fuma lentament i observa les vies rovellades, esperant veure-la aparèixer entre la boira, com abans, amb el vestit que dansava al ritme de la brisa i el somriure que li omplia el món de colors. Però només el rep el silenci, obstinat i fred. El xiulet sona llunyà; puja de nou amb el cor derrotat i murmura el seu nom: Melissa. L'eco reverbera pels vagons buits mentre el tren marxa cap a un demà idèntic, sabent que tornarà per si ella, algun dia, decideix fer-ho també.