EL METABOLISMO DE TOKIO
Camino por Tokio bajo una lluvia que parece diseñada para este instante: tenue, constante, suficiente para cubrir el ruido de mis propios pensamientos. Mi paraguas es transparente, una ironía perfecta en esta ciudad donde todos parecen tener algo que ocultar. Alzo la vista y observo los edificios: Shibuya Scramble Square, Tokyu Plaza, Tsutaya. Nombres rotundos que se imponen desde las alturas, reclamando identidad propia en medio del anonimato humano.
¿Quién soy yo entre estos gigantes que nunca duermen? Pienso en ello mientras atravieso el cruce de Shibuya, ese mar turbulento de caras que evitan cruzar miradas. Aquí, más que nunca, siento que somos fantasmas temporales, habitantes efímeros de un paisaje destinado a permanecer. Mi sombra se mezcla entre miles, pero mi soledad es toda mía.
Un rato después, frente al teatro Kabuki-za, detengo mis pasos para observar a una pareja vestida con kimonos ceremoniales. Sus sonrisas iluminan como luces de neón contrastando con el cielo grisáceo. Pienso en la textura sedosa de esas telas, la sutileza de sus movimientos, la ceremonia del té matcha acompañando el ritual. Imagino por un instante ser yo quien sonríe, quien celebra. ¿Cuándo dejé escapar ese sueño? ¿En qué momento acepté este rol invisible en la metrópoli más densa del mundo?
Continúo mi camino hasta alcanzar el río Sumida. Las torres se levantan al otro lado, distantes, borradas parcialmente por la neblina que se niega a disiparse. Cada edificio tiene una personalidad clara, mientras nosotros nos difuminamos en rutinas predecibles. Los edificios tienen nombre, pienso de nuevo, las personas no. Sonrío amargamente. Quizás algún día alguien decida poner nuestros nombres en placas, no sobre lápidas, sino en algún rincón de la ciudad para reconocer que existimos, que fuimos algo más que sombras.
La lluvia arrecia levemente, empapando mi rostro con gotas que parecen lavar recuerdos y dudas. Mis pasos me llevan hacia el parque Ueno, donde los cerezos han decidido florecer bajo la tormenta, desafiantes y hermosos. ¿Cómo pueden las flores decidir brillar incluso bajo la lluvia, mientras nosotros nos escondemos tras paraguas, invisibles incluso ante nosotros mismos?
Dejo que el agua me empape, siento la frialdad limpiando lentamente la nostalgia adherida a mi piel. Abro los ojos y respiro hondo. Frente a mí, un hombre desconocido me observa brevemente y sonríe antes de desaparecer entre la multitud. Una sonrisa simple, fugaz, casi anónima, pero suficiente para devolverle un destello de color al día.
Quizá Tokio nos enseña esto: somos partículas invisibles en un mar gigantesco, pero cada paso es solo nuestro, cada historia única, aunque nunca sea nombrada. Y aunque los edificios tengan nombres firmes, claros e inmortales, tal vez el valor auténtico radique en ser humanos, imperfectos, efímeros y vivos en medio del anonimato.
Sonrío hacia ninguna parte y sigo caminando, preguntándome en silencio: ¿Qué nombre tendría yo, si alguien decidiera nombrarme?
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