EL ARTE DE CALLAR SIN DECIR NADA
A él siempre le gustó pensar que su silencio era una especie de obra maestra incomprendida, digna de exposición en algún museo conceptual. No discutía; prefería quedarse quieto, mirarla con esos ojos que parecían más un muro que un espejo.
Cuando Clara le hablaba de la importancia de compartir, de las palabras como puentes, él respondía con una sonrisa ladeada, como si acabara de leer a Kafka y se sintiera superior al resto de la humanidad. Por dentro, se regodeaba en la idea de que el silencio era más poderoso que cualquier discurso.
Sabía lo que hacía. Cada minuto callado era un disparo invisible. La veía encogerse, transformarse en una mujer diminuta y culpable, preguntándose en qué había fallado. Él la observaba con la distancia de un entomólogo que examina a su insecto favorito.
Le gustaba citar a Pessoa o a Dostoievski en su cabeza mientras ella se deshacía. No lo decía en voz alta, por supuesto; la palabra era demasiado burda para su gusto. Prefería el mutismo elegante, ese que deja la habitación impregnada de perfume y preguntas sin contestar.
Cada noche, después de que ella se encerraba en el baño a llorar, él se servía un whisky barato y escuchaba el silencio como quien escucha un viejo vinilo rayado. Se sentía invencible, un artista del vacío.
Pero esa noche fue distinta. Clara no volvió a salir del baño con el rostro enrojecido ni se asomó al pasillo pidiendo disculpas por existir. Esa noche escuchó un portazo seco, sin preludio.
Al principio creyó que era otro acto dramático para llamar su atención. Hasta que sintió el silencio, el verdadero: el que ya no se comparte. Fue entonces cuando entendió —quizá demasiado tarde— que había dejado de ser el único autor de esa coreografía cruel.
El sonido del ascensor bajando al vestíbulo fue el último verso de un poema siniestro. Clara no volvería. Ni mañana, ni nunca.
Y él, por primera vez en su vida, se descubrió mudo de verdad.
«Las élites no son destruidas; se reemplazan unas a otras» (Vilfredo Pareto, nacido el 15 de julio de 1848. Esa frase la digo yo de otra manera: “el poder ni se crea ni se destruye, solo se transforma)
Y que cumplas muchos más de los 78 de hoy y puedes estar tranquilo porque, por mucho que vivas, la radio nunca morirá.
Estrella esmicolada
Diuen que la seva veu cremava l’aire, que cada nota volava com un ocell estiuenc. Però un matí va despertar amb un soroll estrany: la televisió bufava com un gegant afamat. Els llavis pintats, els cabells domats per llaques, tot allò era més important que l’eco càlid d’una cançó. Va mirar el micro, petit i trist, com un gos que espera un os. Va entendre-ho tard: no volien sentir-lo, volien veure’l. I en aquell instant, la ràdio va morir dins seu, amb un crit silent que encara balla per les ombres.
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