martes, 30 de septiembre de 2025

EL AMOR YA NO ESTÁ EN EL AIRE

 

La primera vez que se descargó una app de citas lo hizo con la misma torpeza con la que, de joven, pedía fuego a desconocidas. Había algo casi religioso en la liturgia: foto de perfil con sonrisa que no usaba desde hacía años, biografía con dos líneas que no lo delataran —“me gusta caminar, leer, cocinar”— y una lista de intereses que el algoritmo transformaría en promesas. Él, en cambio, solo buscaba esa cosa antigua que no sabía nombrar sin ponerse cursi: un gesto de complicidad, un silencio compartido que no inquietara.

Por la ventana entraba la tarde como un gato que se hace de la casa: con la soberbia de quien no pide permiso. La ciudad olía a pan tostado y a lluvia reciente; abajo, los toldos guardaban gotas como perlas pobres. Él deslizó hacia la derecha. Luego hacia la izquierda. El pulgar había aprendido el camino sin avisarle al resto del cuerpo. Las fotos eran impecables: pieles sin poros, sonrisas sin duda, viajes sin cansancio. A veces tenía la impresión de estar visitando un museo de vitrinas perfectas donde nadie respiraba.

—El amor ya no está en el aire —pensó—. Está en un servidor con aire acondicionado.

Se rió solo, con esa risa que no hace ruido y deja un eco en el pecho. Apagó el volumen: las notificaciones sonaban a fiesta a la que nunca pensó ir. Se preparó un té para hacerse compañía y el vapor le empañó las gafas. En la pantalla, una coincidencia nueva: “Tú y Marta tenéis afinidad alta en paseos largos.” La aplicación lo celebraba con confeti digital. Él, por si acaso, cambió de pestaña, como quien mira por encima del hombro antes de cruzar una calle que conoce de memoria.

Quedaron en verse en un parque. Hablaron del clima —qué otra cosa— y de un libro que, por fortuna, ambos odiaban. Ella le contó que había desinstalado la app dos veces, y que las dos la había recuperado por aburrimiento. Él asintió con esa sinceridad que solo visitaba su rostro cuando nadie lo miraba.

—¿Y si, por un día, hacemos el experimento de no contarnos el currículum? —propuso Marta, a medias en broma.

—¿Tipo “éramos dos extraños que se encontraron en una cola del pan”? —dijo él.

Se sentaron en un banco que aún conservaba el frío de la mañana. La luz atravesaba las hojas y dejaba sombras de peces en el suelo. Él percibió el olor a colonia de ella, limpio, como si acabara de salir de una piscina invisible. La escuchó hablar de un hermano que vivía lejos, del ruido que hacía su nevera por las noches, de una planta que se negaba a morir. Aquello, tan simple, lo conmovió más que cualquier frase brillante. Cuando se despidieron, prometieron “ya nos escribimos”. Sonó honesto. También sonó frágil.

Volvió a casa con el sabor del té todavía pegado a la lengua. La app le pidió calificar la cita con estrellitas. Dudó. ¿Cómo se mide el temblor de una duda, el lugar preciso donde una risa se vuelve íntima, la forma en que dos personas respiran al mismo ritmo unos segundos? Cerró la encuesta. La pantalla se apagó como un telón prudente.

Los días siguientes, la conversación con Marta se volvió una cuerda floja donde los dos hacían equilibrios: gifs prudentes, chistes que evitaban el dolor, confesiones medidas en microgramos. Él odiaba esa nueva retórica que confundía la espontaneidad con una estrategia de ventas. Y, sin embargo, se descubrió esperando su “buenos días” escrito sin mayúsculas. Lo esperaba como antes esperaba una carta, sabiendo que la lentitud, a veces, es una forma de honestidad.

Una noche, mientras el vecindario guardaba la vajilla y las teles tiznaban las paredes, él decidió no responder al instante. Se quedó mirando el teléfono como si fuese una pecera. Recordó un baile en una fiesta vieja: la música sonaba mal, los dos pisaban y se pedían perdón, y el corazón, por un momento, latía fuera del compás y eso también era bailar. Aquello no se podía reinstalar.

Salió a la terraza. El aire estaba fresco y traía un rumor de conversaciones en bares. Pensó en bajar, poner el móvil en modo avión y probar suerte con la forma más obsoleta de todas: levantar la mirada. Pero la idea le cayó encima con el peso de una anécdota arqueológica. En la acera de enfrente, una pareja discutía en susurros. Se entendían a medias y, aun así, seguían ahí, peleando con la torpeza del cariño. No había iconos que amortiguaran las palabras. Sintió una envidia que no le dolía, sino que picaba suavemente, como la lana en la nuca.

El teléfono vibró. Era Marta: “¿Te apetece quedar mañana? Esta vez sin la app, sin mapas, sin evaluar nada.” Después, otro mensaje: “Si no contestas ahora, lo entenderé. A mí también me da miedo. Te dejo aquí mi número. Llama cuando quieras”.

Él tecleó “sí” y borró la palabra. Probó con “claro”, “me encantaría”, “qué bien”. Nada sonaba a su voz. Abrió una nota y escribió, solo para sí: “No quiero ser eficiente con el amor”. Cerró la nota. Guardó el móvil en el bolsillo como se guarda una piedra lisa que uno se ha encontrado en la playa y todavía no sabe por qué se la lleva.

En la cocina, el reloj hacía tik-tak con la paciencia de quien no tiene prisa. El agua volvió a hervir. Sirvió el té y dejó la ventana abierta. El vapor, otra vez, empañó el cristal. Con el índice, dibujó sobre el vaho una curva torpe, como una ruta improvisada. Se rió de su propia cursilería antes de que lo hiciera el mundo.

Miró el móvil sin tocarlo. En la pantalla seguían los dos mensajes de Marta, quietos, como si fueran parte del papel pintado. La ciudad, abajo, afinaba sus luces; arriba, una nube se deshacía en silencio. Él inspiró hondo, notó el calor de la taza en las palmas, escuchó el mínimo chasquido de la madera al enfriarse. Luego, con una lentitud que no obedecía a ninguna estrategia, metió el dedo en el bolsillo y sacó el teléfono.

No lo desbloqueó.

Se apoyó en el quicio y dejó que la noche se le subiera a los párpados. En algún lugar, alguien cantaba sin afinar demasiado. Había ternura en ese desajuste. Él, que siempre había llegado tarde a todo, pensó que quizá aún estaba a tiempo de aprender otra manera de decir “sí”.

La pantalla, discreta, se fue apagando hasta volverse espejo.

Y en el espejo, por un segundo, le pareció ver a un desconocido que sonreía. No supo si le caía bien. Tampoco supo si iba a llamar mañana.

El té ya no quemaba.

El modo avión, en cambio, seguía puesto.

«El amor no se piensa, se siente o no se siente (Esta frase la podría haber dicho yo pero no, es de Laura Esquivel, la del “Agua para chocolate”, que cumple hoy 59 años y a quién le decimos que cumpla muchos más. Por cierto yo ya estoy más en el agua aunque prefiero el chocolate… por si alguien quiere saberlo.)

Nació el año de las Olimpiadas de Barcelona, pero el 30 de setiembre. Y aún así le gusta Budapest. Debe ser por el Danubio. 

Quadern perdut de Budapest

Va vendre l’anell del besavi per un bitllet barat i un mapa ratllat. A l’arribar, Budapest feia olor de pa recent i tramvia cansat. Va tocar el Danubi amb la punta dels dits, com si fos un timbre i tu obrissis la porta des de lluny.

Al mercat, una vella li va dir que l’amor pesa menys que una motxilla si saps què llençar. Ell va somriure, va treure claus, fotos, promeses, i les va donar als coloms.

Quan va sonar el telèfon, només es va sentir riu. I va ser suficient.


 

lunes, 29 de septiembre de 2025

EL MINISTERIO DEL RELATO

 


Yo entré por la puerta lateral, esa que no sale en las fotos. La moqueta olía a polvo caliente y a colonia de asesor joven; los pasillos, a secreto resobado. El letrero 'Señorías' colgado sobre la sala de plenos parecía un chiste privado. Me ajusté la acreditación con esa humildad del intruso profesional: soy negro literario, escribo discursos que otros leen como si hubieran parido la idea en la ducha.

A primera hora, Comisión de la Transparencia. Puertas cerradas, cristal esmerilado. Don Eusebio —bigote de archivo, voz de abuelo de telediario— presidía con pulso de antiguo opositor.

—Comencemos —dijo—. Puntos del día: simplificar la burocracia, rendición de cuentas y… narrativa pública. Yo subrayé 'narrativa' en mi libreta. Me habían contratado por eso: poner música a los balances, orden a lo que no lo tiene.

Del fondo surgió una diputada con chaqueta impecable y sonrisa de titular.

—La ciudadanía quiere claridad —proclamó—. Haremos un portal único, un cuadro de mando, un mapa interactivo.

—Y un vídeo —añadió otro, con voz de tráiler—. Cincuenta segundos. Subtítulos grandes. Música épica.

—¿Quién lo narra? —preguntó Don Eusebio, mirando de reojo.

Yo levanté la mano con la naturalidad del que ya ha visto la película.

—Se narra solo —dije—. Se cuenta en primera persona del plural: ‘Hemos logrado’,

 ‘Estamos consiguien…’. El plural incluye y disuelve.

Tomaron nota. Alguien propuso medir la transparencia con un índice que nadie entendiera pero que diera bien en rueda de prensa. Aplaudieron.

La segunda reunión era de presupuestos. Se hablaba de partidas con nombres amables: 'cohesión', 'resiliencia', 'proximidad'.

—¿Y las dietas? —preguntó un diputado con acento de provincia.

—Se mantienen —contestó una secretaria con traje gris—. Kilometraje, manutención, conectividad.

—¿Conectividad?

—Tarifa plana de relatos —respondió sin pestañear—. Externalizada, por supuesto.
Yo sonreí hacia dentro. Al fin, estaba en un lugar donde mi oficio tenía partida propia: salario emocional, factura real.

En el pasillo, los periodistas aguardaban como pescadores de ribera. Cuando se abrió la puerta, les llegó el primer banco de peces.

—¿Qué han acordado?

—Avances —dijo la diputada impecable—. Un antes y un después.

—¿Concretos?

—Estamos en ello. Hoja de ruta, cronograma, hitos.

 El micro, cubierto con espuma, rozó mis nudillos. Yo ya tenía el estribillo listo: ‘mirada larga’, ‘escucha activa’, ‘pacto social’. Las palabras entraron en la cámara como si flotaran solas. Los rótulos, esta vez, serían generosos.

A mediodía, almuerzo institucional. El comedor tenía esa luz que parece gestionada por un algoritmo; la cubertería, peso de museo. Don Eusebio me llamó con un gesto de párpado.

—Muchacho —dijo—, necesitamos un cuento que nos aguante el invierno. Sencillo, moralmente comestible y que cierre bien el telediario.

 —¿Tema?

 —Lo de siempre: futuro, empleo, unidad. Y una dosis controlada de épica doméstica.
Yo saqué el cuaderno. Él partió el pan con una seriedad casi litúrgica.

 —Y no olvides la frase de cierre —musitó—. Esa que repiten los tertulianos sin saber de dónde salió.

Por la tarde, sesión de control. La oposición afiló el colmillo y pidió papeles, contratos, detalles. El portavoz del Gobierno recitó la partitura que yo había impreso por la mañana: ‘Hemos aprendido de los errores’, ‘Nadie quedará atrás’, ‘El diálogo es nuestra brújula’. Cada vez que un dato no cuadraba, la bancada oficialista aplaudía como quien lanza confeti para tapar un bache. Un diputado joven, con camisa remangada, estrenaba carisma: prometió una ley contra la pereza, otra contra la desafección, y una reforma del tiempo para que el pasado dejara de molestar. El presidente de la Cámara pidió contención; los fotógrafos pidieron más.

Entre preguntas y réplicas, los mensajes de mi móvil abrían en canal la realidad: el grupo de asesores celebraba con emoticonos el clip más viral; el de comunicación pedía un hilo explicativo ‘que no parezca hilo’; el community quería una ‘anécdota humana’ para cerrar el día. Yo pensaba en mi madre, que siempre quiso que yo fuera notario, y en lo cerca que estoy: doy fe de lo que no pasó como si hubiera pasado.

Al caer la tarde me tocó redactar la pieza grande: diez párrafos, tono de anuncio de servicio público, promesa con ribetes legales. Los dedos corrieron solos. A veces la lengua del poder es una autopista sin peaje: basta con no decir nada de forma hermosa. Cambias ‘recorte’ por ‘priorización’, ‘fracaso’ por ‘aprendizaje’, ‘improvisación’ por ‘flexibilidad’. El mapa se vuelve paisaje.

Me crucé entonces con la diputada impecable en el ascensor

. —¿Cómo va el cuento? —preguntó.

 —Respira por sí mismo —dije.

 —Que dure hasta las elecciones.

—Depende de ustedes —sonreí—. Y de la música.

Nos miramos en el espejo del techo: dos personajes a punto de salirse del encuadre. Ella se acomodó el flequillo; yo, el cinismo.

Antes de irme, Don Eusebio me hizo pasar a su despacho. Estanterías de madera oscura, fotos con manos que ya no mandan, una bola del mundo ligeramente torcida hacia el Atlántico.

 —¿Sabe cuál fue mi primer sueldo? —preguntó, sin esperar respuesta—. Dietas de una comisión que no llegó a reunirse.

 —Eficiencia administrada —dije.

 —Gestión de expectativas —corrigió, con una media sonrisa—. La política es eso: administrar hambre con pan tierno.

Se quedó pensando, como si midiera las palabras en báscula oficial.

 —Muchacho, a la gente le gusta escuchar. Y nosotros lo sabemos. Por eso existe su puesto.

—Y el suyo —pensé, pero no lo dije.

Me despedí por la misma puerta lateral. La tarde dejaba una luz de pasillo infinito y un rumor de ventilación central. En el patio, un chófer calentaba el motor con paciencia de funcionario. Yo conté mentalmente mis horas: reunión, titulares, hilo, pieza grande. Todo en orden. Saqué la factura del borrador, añadí ‘asesoría de narrativa pública’ y redondeé hacia arriba: la épica también paga IVA.

En el metro —un señor discutía con un cartel electoral que le prometía un mañana repetible— abrí el móvil. El clip del portavoz acumulaba corazones como si fueran votos; el hilo ‘que no parece hilo’ recibía explicaciones de desconocidos que se habían aprendido mis frases; el periódico digital titulaba con mi cierre prestado. Me quité por fin la acreditación. Sentí el cuello libre como cuando uno suelta una corbata imaginaria.

En casa, ya de noche, puse el documento final en la nube. Nombre del archivo: 'Cierre_telediario_definitivo_v12'. Guardé también una nota para mañana: 'Inventar metáfora sobre país que se hace la cama y se queda dormido encima'.

Apagué la pantalla. La habitación quedó en silencio de comité disuelto. Y, sin vergüenza, lo pensé con la claridad que da la pobreza bien administrada: ellos viven del cuento. Yo también.

«Que se predicara únicamente en la lengua materna del país.» (Esta frase es de Joan Terès i Borrull, nacido el 29 de setiembre de 1548 y, aunque su lengua materna era el catalán, la dijo en castellano; era virrey de Catalunya y se debía al idioma patrio. Para que luego digáis que los catalanes no tenemos rey… y no lo tenemos: tuvimos virrey)

 Su corazón cumple hoy 85 años; estoy pensando que tenía razón al decir que era gitano y no de la Apulia italiana. 

Caravana al pit

Va marxar abans que el sol m’atrapés a la finestra. El cor, que és un nòmada tossut, plegà la tenda i em va deixar la pell plena de pols daurada. Vaig intentar negociar: promeses, claus, un llit fet. Ell va riure amb dents de moneda i es va penjar un mocador roig. A fora, la ciutat batia el ritme d’un pandero i jo vaig seguir les roderes, però només hi havia aire i una olor de carbó apagat. Encara batega lluny; quan torna, mai pregunta d’on vinc.